miércoles, 14 de junio de 2017

TENED MIEDO, MÁS BIEN, DE LO VIEJO


Esta tarde tengo intención de acudir a una cita importante, la presentación en sede sindical del libro compuesto al alimón por dos grandes amigos de siempre: por orden de aparición, José Luis López Bulla y Javiér Tébar Hurtado. El libro se titula “No tengáis miedo de lo nuevo”. Buen consejo, que ayuda a situar el trabajo y el sindicalismo en una de las encrucijadas decisivas del mundo globalizado en el que, en expresión de Tébar, nos vemos hoy condenados a vivir.
Lo nuevo es la inminente revolución industrial que traen de la mano los progresos de la robótica y el internet de las cosas y de los servicios. Si hay un desafío implícito en ese nuevo escalón técnico, el trabajo humano no tiene nada que temer de él. Se está intentando crear un coco con la idea de que tendremos que competir con los robots por unos puestos de trabajo cada vez más escasos. Hay que decir que los datos conocidos no avalan esa leyenda urbana, salvo en sectores muy puntuales de algunas industrias avanzadas; pero incluso ahí, los progresos de la robotización empiezan a generar puestos de trabajo novedosos, desde la lógica de que las nuevas soluciones hacen aparecer en torno suyo nuevas necesidades. Cabe recordar al respecto que la aparición de los cajeros automáticos desató en su momento la leyenda de que los trabajadores de la banca iban a quedar reducidos en breve a la mínima expresión. Lo que luego ha sucedido es que los bancarios (ojo, no hablo de los banqueros con sus vistosas fusiones y reestructuraciones) se han visto liberados de la parte más tediosa y mecánica de sus obligaciones, y han podido dedicar sus talentos a tareas más diversificadas y más creativas.
El trabajo humano no teme a lo nuevo. El trabajo, en tanto que expresión de lo auténticamente humano, siempre ha ido unido a la tecnología en la transformación del mundo. Lo temible, por arrumbado y por cochambroso, es la pervivencia agónica de la idea emitida en uno de sus días realmente malos por el economista de la Escuela de Chicago Milton Friedman, que afirmó como único objeto de una empresa el de crear beneficio para el accionista. Por esta regla de tres, se ha querido imponer una visión del trabajo como algo cuya función exclusiva es la creación de valor financiero para los propietarios del capital llamado “social”. Los stakeholders (participantes diversos en el proceso productivo, en primer lugar los empleados) tendrían solo una función vicaria en la vida: la de colaborar a la mayor prosperidad de los shareholders, los accionistas.
Esta aberración inicial ha ido seguida por otra del mismo género, pero aún más gorda: la de que quien aporta capital tiene derecho a una retribución superior a la de los demás participantes en el proceso productivo, incluso cuando se suprime el riesgo que para él supone colocar su patrimonio al albur de los mercados. Antes existía la prisión por deudas; y en una época todavía más remota, la de las primeras taules de canvi, la horca como castigo sumario al capitalista incapaz de asumir sus obligaciones. Toda la historia reciente del capitalismo financiero tiene como hilo conductor la limitación de la responsabilidad del capital primero, y la desaparición absoluta de toda responsabilidad después. La construcción de este intento de disfrazarse de noviembre por parte de quienes reclaman a toda hora beneficios inmediatos y cuantiosos, ha conducido a la tercera aberración y la mayor de todas: la idea del Estado como garante de los grandes fiascos impulsados por la voracidad de un capitalismo tóxico. Los rescates de los bancos y de las autopistas, la indemnización por contrato a Florentino Pérez por la Operación Castor, y otros pufos que aparecen todos los días en los medios, son la expresión acabada de este estado de cosas, que se concibe absurdamente como “legal” y, más allá, incluso como “normal”.
El punto al que podría conducir una situación tan peculiar no es el del tan publicitado “fin del trabajo” (el trabajo, en la medida en que es consustancial al hombre, está muy lejos de desaparecer; otra cosa es que, como plantea Tébar en el libro arriba referenciado, sea necesario redefinirlo una vez más), sino algo más chocante: el final de la empresa, al menos en una de sus formas históricas más prestigiosas, es decir, de la empresa jerarquizada cuyas reglas “científicas” y “objetivas” trató de definir en tiempos el ingeniero Taylor.
Las empresas de hoy “externalizan”, lo que es otra forma de decir que rehúyen, cualquier tipo de responsabilidad por los daños que causan. Ya no extienden contratos de trabajo, sino contratos mercantiles con “autónomos” o “emprendedores” asociados. Ya no cotizan a la seguridad social por sus plantillas de hecho. Ya no se rigen por jornadas, horarios tasados ni lugares de trabajo bien acondicionados, sino por “objetivos”; cualquier lugar aleatorio, incluido el domicilio particular; y sobre todo la condena perpetua a los desplazamientos continuos, pasan a configurar los nuevos “centros” de trabajo. Y la factura por el esquilmo de las materias primas, por la contaminación generada sin control, por el despilfarro medioambiental que se genera a partir de actos productivos dispersos por una geografía global, ha de ser asumida por colectivos humanos cada vez más amplios y cada vez menos ligados a un interés social relacionado con la producción concreta de lo que se trate.
Tirar la piedra y esconder la mano, es el lema favorito, y nada novedoso, del neoliberalismo rampante. Con el Estado como garante de su impunidad, y con la ciudadanía como pagana de sus excesos. No es a lo nuevo a lo que hay que tener miedo, sino a esta costra de zánganos y gorrones, la vieja “clase ociosa” hoy rejuvenecida en sus formas de presentarse y que está reclamando un nuevo Thorstein Veblen que sepa delimitarla en sus parámetros reales.