Esta tarde tengo
intención de acudir a una cita importante, la presentación en sede sindical del
libro compuesto al alimón por dos grandes amigos de siempre: por orden de
aparición, José Luis López Bulla y Javiér Tébar Hurtado. El libro se titula “No
tengáis miedo de lo nuevo”. Buen consejo, que ayuda a situar el trabajo y el
sindicalismo en una de las encrucijadas decisivas del mundo globalizado en el
que, en expresión de Tébar, nos vemos hoy condenados a vivir.
Lo nuevo es la
inminente revolución industrial que traen de la mano los progresos de la
robótica y el internet de las cosas y de los servicios. Si hay un desafío implícito
en ese nuevo escalón técnico, el trabajo humano no tiene nada que temer de él. Se
está intentando crear un coco con la idea de que tendremos que competir con los
robots por unos puestos de trabajo cada vez más escasos. Hay que decir que los
datos conocidos no avalan esa leyenda urbana, salvo en sectores muy puntuales
de algunas industrias avanzadas; pero incluso ahí, los progresos de la robotización
empiezan a generar puestos de trabajo novedosos, desde la lógica de que las
nuevas soluciones hacen aparecer en torno suyo nuevas necesidades. Cabe
recordar al respecto que la aparición de los cajeros automáticos desató en su
momento la leyenda de que los trabajadores de la banca iban a quedar reducidos
en breve a la mínima expresión. Lo que luego ha sucedido es que los bancarios (ojo,
no hablo de los banqueros con sus vistosas fusiones y reestructuraciones) se han visto liberados de la parte más tediosa y
mecánica de sus obligaciones, y han podido dedicar sus talentos a tareas más
diversificadas y más creativas.
El trabajo humano no
teme a lo nuevo. El trabajo, en tanto que expresión de lo auténticamente humano,
siempre ha ido unido a la tecnología en la transformación del mundo. Lo
temible, por arrumbado y por cochambroso, es la pervivencia agónica de la idea
emitida en uno de sus días realmente malos por el economista de la Escuela de
Chicago Milton Friedman, que afirmó como único objeto de una empresa el de
crear beneficio para el accionista. Por esta regla de tres, se ha querido
imponer una visión del trabajo como algo cuya función exclusiva es la creación
de valor financiero para los propietarios del capital llamado “social”. Los stakeholders (participantes diversos en
el proceso productivo, en primer lugar los empleados) tendrían solo una función
vicaria en la vida: la de colaborar a la mayor prosperidad de los shareholders, los accionistas.
Esta aberración
inicial ha ido seguida por otra del mismo género, pero aún más gorda: la de que
quien aporta capital tiene derecho a una retribución superior a la de los demás
participantes en el proceso productivo, incluso cuando se suprime el riesgo que
para él supone colocar su patrimonio al albur de los mercados. Antes existía la
prisión por deudas; y en una época todavía más remota, la de las primeras taules de canvi, la horca como castigo
sumario al capitalista incapaz de asumir sus obligaciones. Toda la historia
reciente del capitalismo financiero tiene como hilo conductor la limitación de
la responsabilidad del capital primero, y la desaparición absoluta de toda
responsabilidad después. La construcción de este intento de disfrazarse de
noviembre por parte de quienes reclaman a toda hora beneficios inmediatos y
cuantiosos, ha conducido a la tercera aberración y la mayor de todas: la idea
del Estado como garante de los grandes fiascos impulsados por la voracidad de
un capitalismo tóxico. Los rescates de los bancos y de las autopistas, la indemnización
por contrato a Florentino Pérez por la Operación Castor, y otros pufos que
aparecen todos los días en los medios, son la expresión acabada de este estado
de cosas, que se concibe absurdamente como “legal” y, más allá, incluso como “normal”.
El punto al que
podría conducir una situación tan peculiar no es el del tan publicitado “fin
del trabajo” (el trabajo, en la medida en que es consustancial al hombre, está
muy lejos de desaparecer; otra cosa es que, como plantea Tébar en el libro
arriba referenciado, sea necesario redefinirlo una vez más), sino algo más
chocante: el final de la empresa, al menos en una de sus formas históricas más
prestigiosas, es decir, de la empresa jerarquizada cuyas reglas “científicas” y
“objetivas” trató de definir en tiempos el ingeniero Taylor.
Las empresas de hoy
“externalizan”, lo que es otra forma de decir que rehúyen, cualquier tipo de responsabilidad
por los daños que causan. Ya no extienden contratos de trabajo, sino contratos
mercantiles con “autónomos” o “emprendedores” asociados. Ya no cotizan a la
seguridad social por sus plantillas de hecho. Ya no se rigen por jornadas,
horarios tasados ni lugares de trabajo bien acondicionados, sino por “objetivos”;
cualquier lugar aleatorio, incluido el domicilio particular; y sobre todo la
condena perpetua a los desplazamientos continuos, pasan a configurar los nuevos
“centros” de trabajo. Y la factura por el esquilmo de las materias primas, por
la contaminación generada sin control, por el despilfarro medioambiental que se
genera a partir de actos productivos dispersos por una geografía global, ha de
ser asumida por colectivos humanos cada vez más amplios y cada vez menos
ligados a un interés social relacionado con la producción concreta de lo que se
trate.
Tirar la piedra y
esconder la mano, es el lema favorito, y nada novedoso, del neoliberalismo
rampante. Con el Estado como garante de su impunidad, y con la ciudadanía como
pagana de sus excesos. No es a lo nuevo a lo que hay que tener miedo, sino a
esta costra de zánganos y gorrones, la vieja “clase ociosa” hoy rejuvenecida en
sus formas de presentarse y que está reclamando un nuevo Thorstein Veblen que
sepa delimitarla en sus parámetros reales.