La primera ministra
del Reino Unido, la conservadora Theresa May, ha declarado después del ataque
terrorista del puente de Londres que, en su opinión, existe en el país “demasiada
tolerancia con el extremismo”.
No parece que tenga
razón, a primera vista; pero tampoco cabe excluir que detrás de una frase tan
sencilla pueda estar latente una implicación peligrosa. En efecto, ella no ha
dicho que exista una tolerancia excesiva hacia el terrorismo, en cuyo caso
todos le habríamos llevado la contraria. Tolerancia cero, rechazo absoluto.
Pero ella ha dicho “extremismo”. A simple vista parece que estamos hablando de lo
mismo, pero puede que no sea así. Ya su antecesor David Cameron había presentado
un proyecto para endurecer la vigilancia policial sobre el “extremismo no
violento”, considerándolo el caldo de cultivo de la violencia.
Ahora bien, ¿cómo
tratar jurídica y penalmente semejante figura delictiva, en un estado de
derecho? Incluso la apología del terrorismo, motivo de algunos abusos
judiciales sonados en nuestro país, presenta una base material más o menos
circunscribible; pero ¿de qué se acusa a una persona cuándo se la acusa de
tener una ideología extremista no violenta? ¿En qué punto de la línea, la
libertad de pensamiento y de expresión da repentinamente paso al delito
antisocial? Lo cierto es que la idea de Cameron quedó archivada.
Pero May insiste en
que se trata de eliminar los “espacios seguros” que la “malvada ideología
islamista” necesita para desarrollarse, tanto en Internet como en el “mundo
real”. Disculpen, eso se parece demasiado a un juicio de intenciones y a una “intolerancia
excesiva” con extremismos de muy diferentes naturalezas y situados a muy
distintas brazas de profundidad. Cuando May habla de entregar a la policía “todos
los poderes que necesita”, está rebasando un tope protector de los equilibrios
existentes en una sociedad amplísimamente diversificada.
Una de las mejores definiciones
de la democracia, debida a no recuerdo quién, es la que dice que se trata de un
régimen en el que, cuando alguien llama a tu puerta de madrugada, solo puede
tratarse del lechero.
Hace mucho que la
definición se ha hecho inservible. La policía tiende a usar los poderes que
recibe del gobierno para reprimir con dureza cualquier tipo de desorden
ciudadano, en particular, pero no únicamente, en la calle y protagonizado por trabajadores que protestan.
El término de Ley Mordaza no se ha inventado en España, es una importación procedente
de las Islas Británicas. En su libro sobre el “Establishment”, capítulo 4 (“Las
fuerzas del orden”), Owen Jones nos ha dejado pistas muy precisas de cuál es la
mentalidad general y cuál la forma de proceder de los antaño imperturbables bobbies. Muchas de las historias que nos cuenta se
sitúan en la época en que May era ministra del Interior en el gabinete Cameron.
Jones nos presenta, por ejemplo, a Yohanes Scarlett, veintiún años, a punto de acabar
una licenciatura universitaria y con un gran porvenir en el periodismo a juzgar
por el talento que ha demostrado ya. Pero el color de su piel es equivocado, en
un país en el que la tez descolorida y enfermiza de la señora May ha devenido
en indicio de la respetabilidad máxima. Yohanes es hijo de inmigrantes
jamaicanos, fue registrado en la calle por primera vez cuando tenía doce años,
y desde entonces calcula que lo habrán parado unas cincuenta veces en total, más o menos
una vez cada dos meses.
Me gustaría saber
algo más acerca de lo que tiene May en la cabeza cuando habla de eliminar los “espacios
seguros” para el extremismo en el “mundo real”. No siento en mi interior el
menor atisbo de tolerancia frente al terrorismo, pero tampoco estoy seguro de
estar de acuerdo con ella.