De buena mañana,
una ojeada a Metiendo Bulla me informa de los avatares de la Nit del Foc en
Pineda. Aquí en Poldemarx, apenas a ocho minutos en el metro, los estragos han
sido parecidos. La colonia de cormoranes que festonea nuestros ¿arrecifes?, se hizo
humo a los primeros estallidos de la pólvora. Los cormoranes son pájaros de una
gran civilidad, propicios a la relación social (se zambullen para pescar en las
proximidades de los bañistas más aventureros) y adaptados a la vida de la
comunidad sin apartarse nunca de la norma de un respeto profundo hacia las
actitudes de los demás, y de una humildad exquisita para no imponer su presencia
allí donde no es deseada. Su desbandada silenciosa desde los primerísimos
chupinazos me llena de melancolía y de curiosidad. Curiosidad porque, si han
encontrado un lugar cómodo y silencioso donde pasar en silencio relativo la
noche toledana, no me importaría compartirlo con ellos en paz y buena compañía.
Melancolía, porque volverán a aparecer como si nada de aquí a un par de días, y
eso será un signo de los ciclos del tiempo que se repite y huye al mismo tiempo.
Como habría escrito el poeta sevillano Bécquer, y si no lo hizo finalmente fue por
estar poco impuesto en la vida menuda de nuestro litoral: “Volverán los oscuros
cormoranes…”, etc.
Entregado a mis
solos recursos, me enfrasco en una especie de hagiografía de Georges Brassens,
escrita por uno de sus amigos, André Tillieu, al poco de la muerte del cantante.
Una anécdota en particular me conmueve porque he vivido en dos ocasiones la
misma situación, con distintos protagonistas.
Brassens está
comiendo en un restaurante, con un par de amigos. Se acerca un desconocido:
– Yo te conozco, te
he visto en la tele, sí hombre, tú cantas, tú eres… tú eres…
Brassens se levanta
ceremonioso, le tiende la mano y se presenta:
– Jacques Brel,
para servirle.
En mitad de la
Rambla, altura de la Boquería, acompaño yo en una ocasión a una cita a Marcelino
Camacho, y nos aborda un chico bastante joven:
– ¡Qué sorpresa y
qué emoción verle a usted aquí, entre nosotros! Usted es Nicolás Redondo,
¿verdad?
Y Marcelino, que le
tiende la mano con una sonrisa angelical, o en todo caso indefinible:
– ¡Claro que sí!
Mucho gusto en saludarte, compañero.
En otra ocasión, en
la que yo estoy accidentalmente acompañado por Raimon y Manolo Vázquez
Montalbán, mi hija Albertina se topa con nosotros y pone unos ojos como platos:
– ¡Pero bueno,
quién está aquí!
Manolo procede sin
tardanza a las presentaciones:
– Este es Lluís Llach,
y yo, Vizcaíno Casas…
– ¡Qué va! –
concluye Albertina.
La otra anécdota se
refiere no a Georges sino a su padre, Louis Brassens, albañil de Sète,
anarquista por convicción más que por estudios, y un tremendo bronquista que
jugaba a no estar de acuerdo con nadie y llevar la contraria a todos. En una visita
a la Exposición Universal de París, pudo ver la recién levantada Torre Eiffel.
Ahora bien, había en torno a aquella construcción una gigantesca polémica:
media Francia consideraba que se trataba de un símbolo del progreso, de la
belleza de los nuevos materiales y las nuevas formas asociadas a ellos, etc. La
otra media abominaba de aquel engendro metálico y declaraba que la ridícula
flecha de acero estropeaba para siempre el hasta entonces meritorio skyline de la capital. Louis Brassens no
tenía opción: o decía que le gustaba, y estaba con unos; o no le gustaba, y
entonces estaba con los otros. Intentó resolver la cuestión guardando un
silencio desdeñoso.
– Bueno, ¿qué te
parece? – le urgieron sus familiares.
Entonces, obligado
a definirse, hinchó el pecho, avanzó el mentón y declaró, belicoso:
– La han puesto en
el sitio equivocado.