sábado, 24 de junio de 2017

DESBANDADA DE CORMORANES Y LA TORRE QUE NO ENCONTRÓ SU SITIO


De buena mañana, una ojeada a Metiendo Bulla me informa de los avatares de la Nit del Foc en Pineda. Aquí en Poldemarx, apenas a ocho minutos en el metro, los estragos han sido parecidos. La colonia de cormoranes que festonea nuestros ¿arrecifes?, se hizo humo a los primeros estallidos de la pólvora. Los cormoranes son pájaros de una gran civilidad, propicios a la relación social (se zambullen para pescar en las proximidades de los bañistas más aventureros) y adaptados a la vida de la comunidad sin apartarse nunca de la norma de un respeto profundo hacia las actitudes de los demás, y de una humildad exquisita para no imponer su presencia allí donde no es deseada. Su desbandada silenciosa desde los primerísimos chupinazos me llena de melancolía y de curiosidad. Curiosidad porque, si han encontrado un lugar cómodo y silencioso donde pasar en silencio relativo la noche toledana, no me importaría compartirlo con ellos en paz y buena compañía. Melancolía, porque volverán a aparecer como si nada de aquí a un par de días, y eso será un signo de los ciclos del tiempo que se repite y huye al mismo tiempo. Como habría escrito el poeta sevillano Bécquer, y si no lo hizo finalmente fue por estar poco impuesto en la vida menuda de nuestro litoral: “Volverán los oscuros cormoranes…”, etc.
Entregado a mis solos recursos, me enfrasco en una especie de hagiografía de Georges Brassens, escrita por uno de sus amigos, André Tillieu, al poco de la muerte del cantante. Una anécdota en particular me conmueve porque he vivido en dos ocasiones la misma situación, con distintos protagonistas.
Brassens está comiendo en un restaurante, con un par de amigos. Se acerca un desconocido:
– Yo te conozco, te he visto en la tele, sí hombre, tú cantas, tú eres… tú eres…
Brassens se levanta ceremonioso, le tiende la mano y se presenta:
– Jacques Brel, para servirle.
En mitad de la Rambla, altura de la Boquería, acompaño yo en una ocasión a una cita a Marcelino Camacho, y nos aborda un chico bastante joven:
– ¡Qué sorpresa y qué emoción verle a usted aquí, entre nosotros! Usted es Nicolás Redondo, ¿verdad?
Y Marcelino, que le tiende la mano con una sonrisa angelical, o en todo caso indefinible:
– ¡Claro que sí! Mucho gusto en saludarte, compañero.
En otra ocasión, en la que yo estoy accidentalmente acompañado por Raimon y Manolo Vázquez Montalbán, mi hija Albertina se topa con nosotros y pone unos ojos como platos:
– ¡Pero bueno, quién está aquí!
Manolo procede sin tardanza a las presentaciones:
– Este es Lluís Llach, y yo, Vizcaíno Casas…
– ¡Qué va! – concluye Albertina.
La otra anécdota se refiere no a Georges sino a su padre, Louis Brassens, albañil de Sète, anarquista por convicción más que por estudios, y un tremendo bronquista que jugaba a no estar de acuerdo con nadie y llevar la contraria a todos. En una visita a la Exposición Universal de París, pudo ver la recién levantada Torre Eiffel. Ahora bien, había en torno a aquella construcción una gigantesca polémica: media Francia consideraba que se trataba de un símbolo del progreso, de la belleza de los nuevos materiales y las nuevas formas asociadas a ellos, etc. La otra media abominaba de aquel engendro metálico y declaraba que la ridícula flecha de acero estropeaba para siempre el hasta entonces meritorio skyline de la capital. Louis Brassens no tenía opción: o decía que le gustaba, y estaba con unos; o no le gustaba, y entonces estaba con los otros. Intentó resolver la cuestión guardando un silencio desdeñoso.
– Bueno, ¿qué te parece? – le urgieron sus familiares.
Entonces, obligado a definirse, hinchó el pecho, avanzó el mentón y declaró, belicoso:
– La han puesto en el sitio equivocado.