Carlos Lesmes,
presidente del Tribunal Supremo y del Consejo General del Poder Judicial, ha
alabado el estudio minucioso de las pruebas llevado a cabo por los jueces de
la Audiencia de Pamplona en el caso de los sanfermines, y ha advertido que las
descalificaciones que están sufriendo desde distintos ángulos políticos en todo
el país comprometen seriamente la confianza de los ciudadanos en la justicia.
Quizás está mirando
las cosas del revés. Lo que compromete la confianza de los españoles en la
justicia española, diría yo a ojo de buen cubero, son sentencias como la que han
dictado los jueces de la Audiencia de Pamplona. Las descalificaciones que luego
les han llovido sobre las espaldas son solo la consecuencia bastante lógica de
la secuencia completa de los hechos. Y puedo anticiparle a don Carlos, además,
que tal y como se están poniendo las cosas, la situación va camino de empeorar más
que bastante. Veamos:
El gobierno ha
reaccionado al repentino aguacero echándole la culpa a las leyes, que son
inadecuadas. Los jueces no tienen culpa, se limitan a aplicar los remedios
limitados de los que disponen en botica. Después de las tropecientas enmiendas
propinadas a nuestro raquítico código penal en los últimos años, se dispone el
gobierno, eficaz como acostumbra en este terreno, a consensuar una más,
relacionada con la violencia de género.
Pues qué bien. Contamos
ya con precedentes aún flamantes, como la ley mordaza y la prisión permanente
revisable, de modo que es fácil pronosticar que por ese camino no se va a
restaurar la confianza general ni en un átomo. No es la calidad de las leyes lo
que está en discusión, sino el hecho de que el mismo enunciado legal, sea
vétero o neotestamentario, se aplica hoy con un criterio, y mañana con el
contrario. Los martillazos a los discos duros de Bárcenas habrían sido delito nefando
de terrorismo y alta traición de haber tenido lugar en la sede de Podemos. Por
ejemplo.
Y lo que faltaba. En
el alto tribunal federal de Schleswig-Holstein han puesto cara rara y se han
negado a facilitar al ministerio español del Interior los nombres de los
agentes que detuvieron a Carles Puigdemont en una gasolinera próxima a la
frontera. La intención del ministro Zoido no podía ser más amistosa, sin
embargo. Deseaba condecorarles con la medalla española al mérito policial.
Nuestras autoridades desean llevar a cabo una meditada labor pedagógica, para que la
judicatura teutona, que no acaba de enterarse de qué va la vaina, tenga claro por
fin cuándo lo está haciendo bien, y cuándo, mal.
Pero no parecen avanzar
mucho nuestros peones de Interior en su esforzada tarea de persuasión basada en
dejar claras las diferencias entre el palo y la zanahoria. Cuando los jueces
alemanes rehusaron entregar a Puigdemont porque no veían claro el delito de
rebelión violenta, Jiménez Losantos sugirió con elegancia que podían estallar
bombas en unas cuantas cervecerías bávaras. El chiste no caló. Los alemanes nos
miraron con cara rara y no hicieron comentarios.
Ahora la iniciativa
de condecorar a los responsables de la detención del rebelde violento tropieza
con la misma incomprensión, con la misma cara rara.
Se extiende por
Europa un silencio atónito en relación con las instituciones españolas. Tenemos
aún a favor nuestro la fiesta de los toros, la sangría, las patatas bravas y el
Real Madrid. No sé si serán argumentos suficientes. Don Carlos Lesmes puede
tener razón en dejarse llevar de los nervios.