Otra lideresa que
se apea en marcha del escalafón de mando de los Populares. Cristina Cifuentes había
hecho amago de Agustina de Aragón después de pasar al dominio público las
circunstancias exactas de su máster de derecho comunitario; e incluso,
encastillada en su política de tolerancia cero, urgió dimisiones en la
Universidad Rey Juan Carlos por un asunto en la que ella misma pasaba, por arte
de birlibirloque, de encausada a principal perjudicada.
En otro tiempo más
feliz, y sin la necesidad de contar con alianzas tangibles para la aprobación
canónica de los presupuestos anuales, las cosas podrían no haber pasado de ahí.
Sucesos más bochornosos han quedado difuminados en la lejanía del “pudo haber
sido”: digamos, por ejemplo, la destrucción a martillazos de los discos duros de
los ordenadores de Bárcenas, y la fotocopia de su libro de contabilidad en la
que un “M. Rajoy” desconocido habría cobrado una sustanciosa nómina complementaria en B.
No son buenos tiempos para
la lírica, sin embargo, y la tozudería de Cifuentes obligó a activar recursos
de guerra sucia. “Alguien” desde las alcantarillas del Estado filtró a OKDiario
un vídeo de 2011 en el que, en un recinto apartado de un supermercado de
Vallecas, unos seguratas registraban la bolsa de la rubia platino y extraían de
ella potes de cremas faciales que minutos antes figuraban en los estantes del
local, y no habían pasado por caja.
Cifuentes ha
captado la sutil indirecta enviada desde campo amigo y ha presentado ipso facto
la dimisión de su cargo de presidenta de la Comunidad. Lo ha hecho vestida de
punta en blanco y denunciando una campaña de acoso y derribo en su contra.
Un final feliz.
M. Rajoy ha dejado
al respecto un comentario escueto y castrense: «Ha hecho lo que debía hacer.»
Sí, solo que tarde,
mal y en vano, mientras el partido alfa va perdiendo unidades en su larga travesía
del desierto hacia los brotes verdes de la economía; mientras el banquillo del
equipo (Hernando, Casado, Alonso, Levy), que ha saltado al terreno de juego debido
a la baja forzada de varios titulares, no acaba de responder a las exigencias
de la competición; y mientras enflaquecen día a día de forma considerable las
expectativas de escaños escaneadas en las encuestas de opinión.
Habida cuenta de
que Bescansa, en Podemos, ha padecido un traspié que la ha dejado tan en fuera
de juego como la propia Cifuentes, y de que el PSOE no alcanza a despertar grandes
esperanzas en su nueva y dubitativa singladura, la iniciativa parece recaer en
exclusiva en las filas de Ciudadanos y más en concreto en su fichaje estelar en
el mercado de invierno, Manuel Valls, que después de su tropezón en las
primarias presidenciales del país vecino pasará ─por aclamación ahora y sin
necesidad de primarias, no vaya a rompérsenos el juguete─ a aspirar al cargo de
alcalde de Barcelona.
¿Tan solo a eso? ¿De
veras a nada más? Malos tiempos para la lírica, en efecto. O mejor: «Corramos
un estúpido velo.» Es lo que nos decía,
forzando el énfasis, nuestro profesor de Lengua cuando cometíamos algún error
memorable, en mis ya lejanos tiempos de bachiller: “¿El autor del Lazarillo de
Tormes? No sé, ¿Lope de Vega?”
“Estúpido” quedaba
más propio y redundante que simplemente “tupido”, no en vano era palabra esdrújula.