El truco de los
premios Nobel de literatura es que todos los años lo dan a uno, y nunca
repiten. No es como el Balón de Oro, que va a parar todos los años a Cristiano
Ronaldo desde que los expertos con voto en el asunto decidieron que ya estaba
bien de dárselo siempre a Messi. En los Nobel hay más imaginación por parte del
jurado, pero no por ello más justicia. Se busca con lupa, cada año, a quién
darlo, y con el mismo empeño, a quién no darlo. Los favoritos del No-Nobel en estos
últimos años han sido Philip Roth y Haruki Murakami. Han estado en todas las
quinielas, y nunca ha salido premiada su papeleta. En 2018 podrían tenerlo fácil
para repetir una vez más: debido a una compleja serie de causas y efectos en
relación con un escándalo sexual entre académicos y académicas suecas que ha
provocado varias dimisiones en el seno del comité, podría darse el caso de que
no se concediera el premio.
Se han levantado
voces plañideras: “No nos dejen sin el premio”. Berna González Harbour, en
elpais, llega a escribir que sería como si dejaran de venir los reyes magos. La
imagen es certera en un aspecto: hay mucho camelo en ese regalo que viene en
realidad del Corte Inglés o de la juguetería de la esquina, pero se simula que
viene de Oriente para mantener en los niños el rescoldo de una ilusión en gran
parte inexistente: “Déjate de Oriente ni de camellos, están tentados de decirnos,
yo he pedido una play-station y lo que me traes es un álbum de cromos.” Pero
condescienden, porque tampoco en las tómbolas sale nunca el número de la
suerte, y también es divertido un álbum de cromos; menos da una piedra.
Pero en otro
aspecto la metáfora de los reyes magos no acaba de encajar. El premio Nobel
es igual en todo el mundo, para todos los países, para todas las lenguas, lo
que obliga a labores ímprobas de traducción. No es el que los niños han pedido
en sus cartas, sino el que se le ha ocurrido a un comité parecido en el fondo a
la abuela Lola de Javier Marías. Para quienes no lo sepan, la abuela Lola no
quería reírse en las películas de Charlot porque le constaba que ese hombre se
había divorciado nosecuantísimas veces. De modo semejante, el comité del Nobel
ignoró a Vargas Llosa cuando era comunista y escribía novelas magníficas, y
solo lo ha reconocido ahora que se ha pasado con armas y bagajes al pensamiento
único y no escribe más que cosas anodinas. Muchos años atrás, otro comité Nobel
sin problemas conocidos de abusos sexuales ─entonces tal vez había mayor recato
en las formas─ acogió la sugerencia del gobierno español de que sería políticamente
inconveniente galardonar a Benito Pérez Galdós (un masón y un rojazo), y, como en
la rifa organizada tocaba dar premio a un español, se lo encolomó a don José
Echegaray, que aún es la hora en que no ha salido de su asombro.
¿Por qué no
democratizar el Nobel, igual que se han democratizado (hasta cierto punto) los
reyes magos, de modo que cada cual recibe en el comedor de casa el juguete que
prefiere? ¿Por qué tener que aguantar durante todo un año a un Nobel literario que
decididamente nos aburre? Sí, ya sé que el caso de los Nobel de economía suele
ser bastante peor, y más tóxico. Con todo, me atrevo a proponer que cada cual
se elija su Nobel de literatura particular, lo premie del modo que más le
guste, y todos contentos.