El “relato” del
independentismo catalán, ese ingrediente tan importante según los expertos para
la eficacia del planteamiento reivindicativo de fondo, tiene fuertes puntos de
contacto con dos de los relatos más exitosos del canon cultural de la
humanidad: de un lado la aventura de Don Quijote, que un buen día optó por
hacer abstracción de las coordenadas que limitaban su existencia y se trasplantó
a sí mismo a una esfera más alta, para su desgracia desconectada de la realidad
factual; de otro lado, el Éxodo de los israelitas desde el Egipto que los
esclavizaba hacia la Tierra Prometida, donde les esperaba una vida más
armoniosa y feliz si conseguían mantener la unidad de propósito y la unidad de
mando que garantizara la protección permanente de Jehová.
El muy honorable
Carles Puigdemont acaba de lanzar desde su celda en Neumünster el mensaje de
que, estando preso, es (y somos todos los catalanes con él) más libre de
espíritu que nunca, y que la jornada del 1-O, de la que ayer se cumplieron seis
meses justos, marcó un punto de no retorno en la peripecia de un pueblo hacia
su independencia.
No serviría de
nada, pero mi primera reacción es gritarle, como un moderno Sisco Pança: “¡Mire
vuesa merced que no son gigantes, que son molinos!” Da la sensación de que
Puchi está empeñado en una batalla ficticia contra un enemigo ficticio también,
pero que las aspas muy reales del molino de viento que no ve lo van a apalizar
de todos modos, sin que él llegue a ser consciente de qué manera.
De otro lado la
aventura del Éxodo, vista en perspectiva, acabó bastante mal. Hubo una travesía
del desierto de cuarenta larguísimos años sobrellevados gracias a la
intendencia puntual de maná y al complemento proteínico suministrado por las
plagas de langostas; se hicieron coyunturalmente sacrificios al becerro de oro;
Moisés no llegó a ver nunca la Tierra Prometida, y Josué hubo de detener el
curso del sol durante algún tiempo ─hazaña que tiene cierto regusto a las
modernas horas extraordinarias─ para poder ganar la batalla decisiva. Aun así,
diez de las doce tribus que emprendieron el fatigoso camino hacia la
autorrealización se perdieron para siempre, y siglos después del éxodo
sobrevino la diáspora, que fue en todos los aspectos mucho peor que todo lo
anterior.
La connotación de
Pueblo Elegido acarrea consigo una maldición, tanto desde las leyes de la
caballería a las que atendía escrupulosamente Don Quijote, como desde las de la
Biblia en verso, que arrastraron a los judíos a varios holocaustos sucesivos
antes de situarlos en la privilegiada situación que ocupan ahora, en la que su
principal distracción parece consistir en masacrar palestinos.
Sería este un buen
momento para reflexionar sobre si es eso lo que queremos, como colectivo. Dicen
algunos que los pueblos felices son aquellos que no tienen historia. No llego
yo a tanto, pero sí me veo capaz de sostener que son más felices los pueblos
capaces de contener su historia en sus justos límites, sin dejar que la emoción
por el pasado se desborde y encharque el presente.