No me siento
capacitado para juzgar si nueve años de prisión son suficientes o no para
castigar el estropicio causado en el cuerpo y en el alma de una muchacha por
los integrantes de la ‘Manada’ en los sanfermines de 2016. Y los cincuenta mil
euros de multa, ¿son mucho o son poco? Renuncié en su día a prepararme para una
oposición a la judicatura precisamente en razón a la angustia que me provocaba la
perspectiva de juzgar a mis semejantes desde lo alto de un estrado.
Pero no me parece de
recibo que los togados dictaminen que no hubo violencia en los hechos de
Pamplona, y en consecuencia la figura delictiva que corresponde no es la de
violación, sino la de abuso sexual continuado.
Deberíamos ponernos
de acuerdo por lo menos en las definiciones. En la caracterización objetiva de
las conductas. Vemos precisamente en estos momentos cómo el Tribunal Supremo español
califica de rebelión la puesta de urnas en Cataluña el pasado 1-O con el
argumento de que "sí" hubo en este caso violencia encaminada a torcer la voluntad del Estado
de derecho.
Violencia verbal,
precisa el alto tribunal. Viene a ser que las fuerzas del orden
que cumplían ejemplarmente su cometido recibieron una rociada intolerable de insultos.
Desde estos
parámetros, suerte tuvo la muchacha que interactuó con la ‘Manada’ en un portal
de Pamplona por no haber caído en el desahogo punible de insultar a los probos
ciudadanos que la estaban ayudando a realizarse. Habría sido ella la condenada.
Este tipo de
lectura peculiar de lo que está bien y lo que está mal según la interpretación ponderada
de los exegetas, se está extendiendo también a otros campos vecinos. Ya no a la
calificación de la violencia, sino de la honradez. Ángel Garrido, presidente en
funciones de la Comunidad de Madrid desde ayer mismo, se ha declarado “en deuda”
con su predecesora Cristina Cifuentes, y para explicar la circunstancia ha
entrado en valoraciones, con el viril estrépito de un elefante en el interior
de una cacharrería: «No ha incumplido ninguno de los puntos del código ético
del partido». De modo que, afirma, no ve razón para que la ex lideresa dimita
como diputada. Porque, ¡atención!, «las instituciones y el partido están por
encima de las personas.»
Cabe preguntarse
qué instituciones, qué partido, que código ético son esos, y en qué sentido están "por encima de las personas". O, desmenuzando el tema por partes, precisar primero qué
es ética, luego qué es un código. Recuerdo que el narrador de una novela de Giovanni
Guareschi argumentaba no haber hecho nada reprobable porque en ninguno de los
diez mandamientos, y mira que son diez, consta ni por lo más mínimo que sea
pecado asaltar un tren a punta de pistola. ¿Usted lo ha leído en la Biblia? Yo tampoco.
Son las ventajas
del casuismo, la misma conducta está bien o mal en función de una serie de
imponderables relacionados casi siempre con la posición que ocupa cada persona en el entramado
social. Las mujeres, los inmigrantes, los pobres, los sindicalistas y otros
colectivos de riesgo infringen las normas jurisprudenciales emanadas de la
administración de justicia con mucha mayor facilidad que otros colectivos mejor
resguardados desde el statu quo.
Podemos decirlo más
alto pero no más claro; bien en canto llano, o bien en verso libre, parafraseando
un conocido poema de don Gustavo Adolfo Bécquer: «¿Qué es violencia? ¿Y tú me lo preguntas? ¡Violencia eres tú!»