He releído estos
últimos días Un singe en hiver (“un mono en
invierno”), de Antoine Blondin. Mis razones para hacerlo han sido de orden
anímico; alimentar un soplo de rebeldía desfalleciente en una situación
política cenagosa, de una inmovilidad tan profunda y desprovista de límites que
parece fabricada ex profeso para grandes mascarones hieráticos como Mariano
Rajoy y Oriol Junqueras, siempre impenetrables porque carecen de sustancia más
allá de la apariencia.
Mi ejemplar del
libro es una edición francesa de La Table Ronde, de 1959. No recuerdo dónde lo
compré, pero sí que fue después de haber visto la película, dirigida por Henri
Verneuil en 1962 y protagonizada por dos intérpretes soberbios, Gabin y
Belmondo. La película tuvo cierto éxito; del libro no he visto que se haya hecho
ninguna traducción al castellano.
«En las Indias, o
en China, cuando llegan los primeros fríos aparecen un poco por todas partes
monos pequeños perdidos en lugares inverosímiles. Han llegado allí por
curiosidad, por miedo o por incomodidad. Entonces, como los habitantes piensan
que también los monos tienen alma, dan dinero para que se les devuelva a sus
selvas natales, en las que tienen su vida y sus amigos. Y trenes repletos de
animales parten hacia la jungla.»
Ignoro si la anécdota
(Gabriel Fouquet la cuenta a su hija Marie, que le ha pedido “una historia” en
el tren que les lleva de Tigreville, Normandía, a París) tiene algún fundamento
real. Funciona, en cualquier caso, como metáfora de aquellas personas, ya de
cierta edad, que se encuentran varadas sin saber cómo en situaciones opresivas,
en las que el tedio les empuja a una revuelta desesperada.
Es el caso de
Albert Quentin, hotelero, antiguo oficial de marina en Tonquín, que no bebe alcohol
debido a una promesa que se ha hecho a sí mismo mucho tiempo atrás, y emprende
todas las noches en sueños el largo descenso en barco por el Yangtsé, a través
de un territorio hostil infestado por las guerrillas de Sun Yat-sen. “Podrías
beber un vasito con la comida, si tanto lo echas de menos”, le sugiere su
esposa Suzanne. Y él contesta: “No añoro el vino, sino la borrachera” (l’ivresse, en francés; la ebriedad, algo
que va mucho más allá de una lengua trabada y una marcha bamboleante, y es privilegio
exclusivo de ciertos príncipes de la fantasía que viajan por el mundo de
incógnito). “Sé que lo haces por mí”, insiste Suzanne, halagada, y Albert se muerde la
lengua para no contestarle que ella no tiene nada que ver.
Desubicados,
desorientados y descontentos en un hábitat extraño, los “monos” de la novela
rompen un día de Difuntos las cadenas que les atenazan. Se emborrachan, se
pelean con el patrón en la cantina de Esnault, pierden el tren que les llevaría
a destinos convencionales y previsibles, encienden de noche en la playa unos
fuegos artificiales olvidados treinta años atrás por el potentado arruinado que
los encargó, y escapan a los gendarmes y a la lluvia refugiándose en una granja
en ruinas.
Al día siguiente,
retorna la cordura. Compran nuevos billetes de tren, recomponen de alguna forma los
vínculos familiares y sociales que les sujetaban, pasan página, obtienen olvido
ya que no perdón por todo el desorden legal y moral que han provocado.
─ Ahora nos espera
un largo invierno… ─ concluye resignado uno de los dos protagonistas. Y esos
puntos suspensivos cierran el relato.