sábado, 31 de agosto de 2019

OTRO PARAÍSO PERDIDO



Imagen actual de la urbanización Costa Miño, en Miño, A Coruña. Fotografía de Óscar Corral, tomada de El País

No me digan que el Miño que yo conocí nunca existió. Pasamos allí los veranos del 74 y el 75, las familias completas de mi hermana Tere y la nuestra (cinco niños en total, ocho el segundo verano contando la aportación de otros parientes, que se sumaron atraídos por nuestra propaganda). El aire era límpido, el paisaje verde, la playa estaba aceptablemente desierta y propicia a toda clase de juegos, y enfrente de nosotros, al otro lado de la embocadura de la ría de Betanzos y delante de Sada, teníamos fondeado permanentemente el Azor, por si acaso le apetecía embarcar al Caudillo, que aún tuvo arrestos para viajar a Meirás los dos veranos (el del 75 sería el último). La rumorología local hablaba de un quirófano dotado con todos los avances de la ciencia e instalado en el interior del pazo, quizás con ánimo de intentar como último recurso una operación a lo doctor Frankenstein, que liberara al monstruo de las garras de la muerte y lo eternizara.

Desde la casa alquilada por el señor José, ferroviario jubilado, bajábamos todas las mañanas en coche (bautizado el Portamonas; el 75 se añadió un segundo coche, la Bastión) hasta el borde de la playa, alejada unos ochocientos metros del centro urbano. A la derecha de la carretera se extendían unos prados encharcados donde a veces pacían algunas vacas. Esa zona es la que aparece en la fotografía de arriba.

En la playa, el tiempo se hacía corto. Un atardecer, tanto se demoraba en ponerse el sol que nos pasamos de la hora de cenar, y de vuelta las niñas se quejaban de hambre.

A mediodía los mayores subíamos a almorzar al pueblo, en una casa de comidas llamada El Submarino, en la que estábamos a pensión. El menú del día empezaba invariablemente por un caldo gallego (lo servían en sopera, y si la acabábamos, traían otra), seguía con una bandeja de jambas, almejas o empanada de mejillones, y concluía con un plato de carne o de pescado acompañado de cachelos, pimientos y/o grelos.

He escrito adrede “jambas” y no gambas. Con esa fuerza puntuaba la letra “g” el señor Varela, el patrón, que presumía de que los domingos venía a comer a su establecimiento incluso gente de lujo (y eran de Lugo), y acusaba a los miembros de la Juardia de Franco de acollonar con exigencias a los comerciantes locales y comportarse en todas las cosas como unos “vajos y maleantes”.

Dedicábamos muchas tardes a excursiones a lugares vecinos: Puentedeume, con su extraordinario puente (de camino, en Perbes, mi cuñado José Manuel nos señalaba la entrada a la residencia veraniega del ex ministro, por entonces embajador en Londres, Manuel Fraga); el castillo de Andrade, centinela del mar; Betanzos, con sus tres iglesias románicas bellísimas; el majestuoso monasterio neoclásico, semiabandonado entonces, de Monfero; San Juan de Caaveiro, dominando la fraga del Eume y con resonancias siniestras para nosotros, porque en una de sus mazmorras visitábamos la celda con el orificio en el techo que daba paso a la terrible tortura de la “jota de ajua”; Ares y Mugardos, al norte, y Ferrol con su enorme puerto; y naturalmente, visita obligada, Santiago de Compostela y su maravillosa catedral rodeada de un conjunto monumental y un barrio antiguo tan bellos como pueda serlo la ciudad más bella del mundo.

Mediado el verano se celebraba en Betanzos la fiesta fluvial de los Caneiros, con barcas engalanadas que remontaban el río hasta un prado donde la romería derivaba en comilona y borrachera para los mayores, y bacanal para los jóvenes. Asistimos desde lejos a aquellos fastos, un tanto sobrecogidos por la voracidad de los apetitos de los gallegos de entonces, fuera de toda medida.

De vuelta en Miño, por la noche, nos recogíamos a veces en la Pousada do Mariñeiro, y cenábamos a base de raciones muy generosas de berberechos, pimientos de Padrón, chorizo frito, pan de borona y vino de Ribeiro. A lo largo del verano, cada parroquia celebraba su fiesta patronal y por lo común se celebraba con sardiñadas épicas al aire libre. Mi hijo Carlos, de dos años y recién estrenado en el duro oficio de andar sobre solo dos patas, se especializó en la suerte de acercarse solo y con cara de pena a mirar a las familias sentadas sobre manteles en la hierba o en la arena. “¡Mírale el rapaciño, tiene fame!”, decían las matronas con la enorme empatía y generosidad que, al menos entonces y seguro que ahora también, las caracterizaba. Y cada cual le daba una o dos sardinas asadas extra, con lo que al final de la jornada él redondeaba un número extraordinario de capturas.

Miño era en aquel tiempo un paraíso natural, un lugar de abundancia y de alegría. Arriba queda constancia de en qué lo ha convertido la especulación urbanística puesta en marcha por Fadesa y otros consorcios. El alcalde actual arrastra una deuda de más de 30 millones de euros, que se esfuerza por obviar sin dejar de pagarla.

Pero aquel Miño existió. Doy fe.