Desvestir a un santo para vestir a otro. (Preciosa
fotografía de África Bovaira Broch, que comparto de FB).
Hoy coinciden el día de los enamorados y el
setenta aniversario de mi primo Javier, que vive en León. Le he deseado un
feliz día, de todo corazón, aunque muy feliz no podrá serlo, si atendemos al
resultado de las elecciones de ayer.
Las elecciones han cumplido con su vieja
función de fijar la instantánea rigurosa de una sociedad, mientras los
distintos grupos se sienten insatisfechos de su propia imagen reflejada en
cifras y porcentajes. Como ocurre con el amor patrocinado comercialmente por
San Valentín, las expectativas de los amantes son siempre desmesuradas, y en
cambio los resultados se ajustan en cada caso de forma implacable a los límites
de la realidad; bien sea por las intermitencias del corazón de las que escribía
Proust, o bien, más simplemente, por los límites de la capacidad financiera en la tarea de expresar el cariño.
Estar enamorado es siempre un despropósito,
como han explicado muy bien Lope de Vega primero (en el soneto “Varios efectos del amor”), y Stendhal
después (De l’amour). Si consentimos alegremente
en ese despropósito y lo desarrollamos, de forma a veces casi infinita, es porque
nuestra naturaleza es paradójica: somos muy capaces de hurtar el rostro al
claro desengaño, beber veneno por licor suave, olvidar el provecho y amar el
daño. Tal como lo expresó Lope en su milagroso soneto.
No sé la ilusión que han puesto castellanos y
leoneses en los comicios autonómicos. Una sensación extendida en la región es que
tal vez sería preferible suprimir una autonomía que ha degenerado en una sirena
varada, capaz sin embargo de seguir emitiendo cantos engañosos.
La participación ha descendido, aunque no
mucho. Se ha votado de espaldas a Europa, con alergia a los cambios, desde el
recelo, y con la profilaxis de una triple vacuna y mascarilla. Nada de
alegrías. Quienes han confiado en Vox ─la única opción en claro ascenso─ no lo
han hecho tal vez por Vox mismo, sino por nostalgia de épocas pretéritas en las
que la región parecía tener perspectivas más prometedoras de progreso, aunque luego
los distintos territorios se han ido despoblando, desmontando, empobreciendo
tanto en medios financieros como en tecnología y servicios de todo tipo. Valladolid
ha ejercido de aspiradora del resto de las provincias, al modo como Madrid ha aplicado
su capitalidad a la extracción de rentas ajenas.
Todo seguirá siendo así, y volverán las oscuras
macrogranjas, pese a la emergencia mínima de opciones provincialistas, que ni
siquiera se han unido en una plataforma común sino que han acudido
desperdigadas, sin más reivindicación que el redoblar de su campanario.
El resultado responde a un eco lúgubre de
responsos en la España vaciada: el eco de la desesperanza de quienes han oído
ya demasiados discursos y saben al dedillo que una cosa es predicar, y otra dar
trigo.
Una gran ocasión perdida que lamentar. Peor, otro
pasito en la resistible ascensión de un esperpento con cuyas amenazas no caben
componendas. Hay quien está bebiendo veneno convencido de que se trata de un
licor suave.