Natalia GONCHAROVA, ‘Autorretrato con lirios amarillos.’
El título de este post es una respuesta literal dada por uno de los personajes de “Existiríamos
el mar”, la última novela publicada por Belén Gopegui (Random House 2021).
Quien se expresa así es Hugo (p. 289), cuando alguien le dice que la razón de que Jara
se haya ido sin avisar de la madriguera común de Martín de Vargas 26, 3º C,
puede ser que «no somos tan geniales, y compartir piso no siempre es fácil.»
Recurro de vez en cuando a la lectura de Belén
Gopegui. Arma historias experimentales, observa desde fuera a sus personajes, les
deja debatirse y tantear en un mundo difícil. Yo no comparto muchos de sus
puntos de vista, pero aprecio su trabajo. En esta entrega se fija
particularmente en la fragmentación del mundo laboral, la precariedad
existencial y la corrosión del carácter en el sentido de Sennett. No cita a Richard
Sennett ni aparece por ninguna parte la palabra “corrosión”, pero me siento
casi seguro de que Gopegui ha leído y asimilado el concepto.
Es muy visible una austeridad autoimpuesta en
la trama, en los medios para hacerla avanzar, en el título incluso. “Existiríamos
el mar” no es una frase, son dos términos yuxtapuestos sin una estructura que
los relacione. El mar no aparece en toda la novela, que circula entre Madrid y
Calatayud, con vuelta. El “existiríamos” se pone en condicional (¿Existiríamos?
No, sí, un poco, bueno no sé). Falta en medio una partícula, una preposición
(en, con, sin, desde, tras) o bien un adverbio (dentro, fuera, lejos, junto a)
que dé sentido al par de conceptos aislados. Quizá la autora ha elegido ese
recurso para decirnos que el piso de Martín de Vargas es una especie de partícula
gramatical que da un sentido provisional a la existencia y la órbita particular
de cada uno de los protagonistas; y que la desaparición de ese centro comunitario acarrea la aparición repentina de un cierto vacío, cuando menos en el aspecto formal.
Ahí lo dejo. Solo quiero añadir dos notas más sobre el libro. La primera,
la despreocupación que exhiben los personajes por la comida como aliciente
vital. La casualidad ha querido que en mis lecturas, la de Gopegui se solapara con la
de Amor Towles, “Un caballero en Moscú (Salamandra, traducción de Gemma
Rovira), una fábula muy brillante que transcurre en un hotel de lujo, en el que
aparecen con frecuencia platos memorables acompañados por los vinos adecuados de
grandes cosechas.
En contraste, el almuerzo de Jara en Calatayud
(pp. 269-70) consiste en una ensalada de lechuga y tomate y unas sardinillas de
lata, con frutos secos de postre. Peor aún es la cena de Hugo y Renata en un
encuentro preparatorio del viaje (pp. 220-22): un pincho de tortilla de patatas
y una cerveza en un bar junto a la plaza de Castilla, tan ruidoso que se
refugian en el intercambiador para tomar con más tranquilidad un café cada uno
y un cruasán compartido. Renata, setentona, unta su medio cruasán en el café y
remarca: «Un postre perfecto.»
Segunda nota, tanto despojamiento va acompañado
por un estilo que, me parece a mí, cae con frecuencia en un manierismo que no
favorece a la narración. Pongo un ejemplo, un poco al azar (p. 208): «No necesitan mares del Sur ni expediciones
a la Antártida. Hoy la simple idea de alejarse un par de cientos de kilómetros
del lugar donde viven les parece una puerta a lo desconocido. A diferencia de
lo que han sentido otras veces, no lo consideran un escaqueo, tampoco una
tregua merecida. Hoy piensan, cada uno a su modo, que quizá ya se les ha pasado
el tiempo de distinguir entre irse y quedarse.»
Son expansiones del narrador omnisciente que me
parecen difíciles de justificar desde el punto de vista de la narración. Hay
muchas, aunque ciertamente no todas igual de gratuitas.