domingo, 13 de febrero de 2022

"NO, SÍ, UN POCO. BUENO, NO SÉ."

 


Natalia GONCHAROVA, ‘Autorretrato con lirios amarillos.’

 

El título de este post es una respuesta literal dada por uno de los personajes de “Existiríamos el mar”, la última novela publicada por Belén Gopegui (Random House 2021). Quien se expresa así es Hugo (p. 289), cuando alguien le dice que la razón de que Jara se haya ido sin avisar de la madriguera común de Martín de Vargas 26, 3º C, puede ser que «no somos tan geniales, y compartir piso no siempre es fácil.»

Recurro de vez en cuando a la lectura de Belén Gopegui. Arma historias experimentales, observa desde fuera a sus personajes, les deja debatirse y tantear en un mundo difícil. Yo no comparto muchos de sus puntos de vista, pero aprecio su trabajo. En esta entrega se fija particularmente en la fragmentación del mundo laboral, la precariedad existencial y la corrosión del carácter en el sentido de Sennett. No cita a Richard Sennett ni aparece por ninguna parte la palabra “corrosión”, pero me siento casi seguro de que Gopegui ha leído y asimilado el concepto.

Es muy visible una austeridad autoimpuesta en la trama, en los medios para hacerla avanzar, en el título incluso. “Existiríamos el mar” no es una frase, son dos términos yuxtapuestos sin una estructura que los relacione. El mar no aparece en toda la novela, que circula entre Madrid y Calatayud, con vuelta. El “existiríamos” se pone en condicional (¿Existiríamos? No, sí, un poco, bueno no sé). Falta en medio una partícula, una preposición (en, con, sin, desde, tras) o bien un adverbio (dentro, fuera, lejos, junto a) que dé sentido al par de conceptos aislados. Quizá la autora ha elegido ese recurso para decirnos que el piso de Martín de Vargas es una especie de partícula gramatical que da un sentido provisional a la existencia y la órbita particular de cada uno de los protagonistas; y que la desaparición de ese centro comunitario acarrea la aparición repentina de un cierto vacío, cuando menos en el aspecto formal.

Ahí lo dejo. Solo quiero añadir dos notas más sobre el libro. La primera, la despreocupación que exhiben los personajes por la comida como aliciente vital. La casualidad ha querido que en mis lecturas, la de Gopegui se solapara con la de Amor Towles, “Un caballero en Moscú (Salamandra, traducción de Gemma Rovira), una fábula muy brillante que transcurre en un hotel de lujo, en el que aparecen con frecuencia platos memorables acompañados por los vinos adecuados de grandes cosechas.

En contraste, el almuerzo de Jara en Calatayud (pp. 269-70) consiste en una ensalada de lechuga y tomate y unas sardinillas de lata, con frutos secos de postre. Peor aún es la cena de Hugo y Renata en un encuentro preparatorio del viaje (pp. 220-22): un pincho de tortilla de patatas y una cerveza en un bar junto a la plaza de Castilla, tan ruidoso que se refugian en el intercambiador para tomar con más tranquilidad un café cada uno y un cruasán compartido. Renata, setentona, unta su medio cruasán en el café y remarca: «Un postre perfecto.»

Segunda nota, tanto despojamiento va acompañado por un estilo que, me parece a mí, cae con frecuencia en un manierismo que no favorece a la narración. Pongo un ejemplo, un poco al azar (p. 208): «No necesitan mares del Sur ni expediciones a la Antártida. Hoy la simple idea de alejarse un par de cientos de kilómetros del lugar donde viven les parece una puerta a lo desconocido. A diferencia de lo que han sentido otras veces, no lo consideran un escaqueo, tampoco una tregua merecida. Hoy piensan, cada uno a su modo, que quizá ya se les ha pasado el tiempo de distinguir entre irse y quedarse.»  

Son expansiones del narrador omnisciente que me parecen difíciles de justificar desde el punto de vista de la narración. Hay muchas, aunque ciertamente no todas igual de gratuitas.