Hay libros con pretensión de ser en sí mismos una
biblioteca entera, y bibliotecas cuya vocación es ser cobijo y santuario de un
solo libro. Biblioteca de Celso, en Éfeso.
El infinito atrae al junco de una manera
irresistible. Jorge Luis Borges plasmó la idea en El Aleph, ese cuento que
supone la existencia de un punto de vista privilegiado, en algunos lugares
recónditos esparcidos por la geografía, desde donde es posible percibir,
concentrada en una sola mirada plena de significado, toda la vida y toda la
historia del mundo.
Hoy se cumplen cien años de que la librera
Sylvia Beach sacara a la luz la primera edición del “Ulysses” de James Joyce, otro Aleph, un hito literario escrito con
la ambición de ser cifra o clave de una manera nueva de contemplar el mundo y
las obras de los hombres.
De hecho la modernidad se resistió de forma
tenaz y algo brutal a la propuesta interpretativa de Joyce, y esta ha quedado abandonada
en lo alto de un cerro como los ídolos de la isla de Pascua, admirables en sí
mismos pero desprovistos de significado para la gente que los mira de reojo
mientras se dirige a otra cosa.
En este sentido, el “Ulysses”, nacido a modo de manifiesto o proclama de una nueva
sensibilidad y una nueva manera de escribir, resulta más antiguo que los principales
monumentos de la era inmediatamente anterior, como podrían ser ─más o menos, y
a gusto de cada cual─ el Quijote, de Miguel
de Cervantes, y Guerra y paz, de León
Tolstoi. Tan antiguo, por lo menos, como el Apocalipsis
de Juan el Evangelista, donde se proclamó que el 666 es “el número de la
Bestia”.
No puede excluirse que, en algún momento de la
evolución universal de las letras, el “Ulysses”,
cifra y clave también de algo enorme pero sin precisar por ahora, acabe por
encontrar su lector. De momento está corriendo la suerte de los libros sagrados
de la tribu, guardados como oro en paño en un arca de la alianza y utilizados de
forma ocasional como oráculos proféticos más bien poco comprensibles, y no como
lectura regular y aprovechable.