Una imagen familiar, entre muchas posibles. Con Pedro, su
mujer Ele y sus tres hijos, en Montequinto, Sevilla, octubre de 2018
Cualquier cálculo humano debe contar con los
límites de lo posible; es decir, con el hecho de que la realidad tiene límites perentorios,
ya impuestos por la naturaleza o ya por condicionantes más turbios, que no es
posible sobrepasar. Son límites que en algunos momentos y circunstancias se
precipitan de forma inesperada hasta resultar asfixiantes, como le ocurre a un
niño que cae en una grieta profunda del terreno, o a la mujer que se tropieza advertida
o inadvertidamente con un psicópata en un lugar solitario. En otras ocasiones
la realidad nos ofrece una cara más benévola, y se diría que sus límites se ensanchan,
se colorean e incluso se hacen transparentes, como si el límite de lo posible
fuera el cielo y no el techo de cristal que nos separa sin remedio ─de momento
al menos─ de esa disponibilidad absoluta que anhelamos, de la vida y de sus circunstancias.
Ayer los límites no traspasables de la realidad
nos llegaron como un mordisco feroz. Nos dejó mi sobrino Pedro, y fue una
despedida dolorosa, por más que hubiera sido anticipada de forma rigurosa por el
pronóstico de la ciencia y por la envoltura amable de unos cuidados paliativos.
Pedro nos dejó en Sevilla, como antes mi amigo
Javier Aristu, como antes aún mi hermano Juan. Los tres del mismo mal, de ese límite
infranqueable al que no podemos culpar de nada porque nuestra muerte está
inserta desde el mismo nacimiento en nuestro cuerpo, en nuestro ADN, en la
fragilidad del barro con el que hemos sido amasados.