El dicho expresado en el título vale para
cualquier ley, pero me estoy refiriendo en concreto a la ley electoral
española. Se supone que esa ley se hizo como se hizo para ser congruente con la
estructuración del Estado en autonomías de muy distinta demografía y peso en el
conjunto. Y sin embargo, la circunscripción elegida es en todos los casos la
provincia, una entidad que no tiene casi ningún peso político, en lugar de la
autonomía, la articulación decisiva.
El punto importa poco en las autonomías
uniprovinciales (aunque en ellas se da otro detalle insidioso al que me
referiré luego), pero resulta demoledor en autonomías con distintos territorios
muy desiguales en población, en grado de urbanización y en equipamientos de
todo tipo. En esos contextos, los más están menos representados, cosa que no sería
mala en sí, en la medida en que supusiera un deseo de reequilibrio.
Pero no están “un poco” menos representados. En
las autonómicas del pasado día 13 en CyL, a “Soria Ya” le bastaron 6.100 votos
para elegir un procurador (eligió tres), mientras UP necesitó 61.000 para el
único que obtuvo; diez a uno de diferencia, algo aberrante en democracia, y sin
embargo, algo dispuesto en una norma democrática.
En Cataluña, el peso demográfico de Barcelona
provoca la misma perversión, que ahora hace alardear a los procesistas de
contar con un 52% de consenso, que no es de votos (apenas rebasan el 20%, una
de cada cinco personas con derecho a voto), sino de representantes elegidos.
Bastaría para remediar un desfase tan grande
plantear el cómputo de las elecciones sobre la base de una circunscripción
catalana única. Está bien dar un plus, un poco de peixet a las realidades rurales más desfavorecidas, pero eso podría
hacerse mejor dentro de cada candidatura, adecuando las listas cerradas para la
representación cuidadosa de los diferentes territorios y sectores de actividad,
como siempre se hizo en el PSUC cuando el PSUC tenía una gran base
representativa. Entonces los elegidos iban al Parlament dispuestos a trabajar
con entusiasmo y ahínco por la causa común; no estaban bien vistos los
postureos ni los alardes de bravura.
La segunda cuestión a tener en cuenta para una muy
deseable reforma de la ley electoral, es la solución a dar para los representantes
que se salen de su lista. Hasta ahora se van de rositas al Grupo Mixto, y no
entregan el acta ni con trato de cuerda. La representación colectiva prevista
inicialmente para el Parlamento soberano, se ha convertido en un “modus vivendi”,
y cada cual arrima el ascua a su sardina sin disimulo. Ahí están los dos
delincuentes de la UPN en la votación de la reforma laboral. Alberto Casero les
ha eclipsado, pero lo suyo fue solo una equivocación; ellos lo hicieron aposta.
Añadamos a los otros “tamayitos” de Murcia y de
Madrid, y figurémonos lo que puede venir detrás, ahora que la práctica de votar
“en conciencia”, en contra de la representación que se ostenta, ha sido puesta
a prueba con reiteración, y bendecida por todas las autoridades, así políticas
como judiciales.
Estamos en la misma tesitura del tenista
Djokovic, que no quería vacunarse, pero sí participar en un torneo que exigía
vacunación a los competidores. Los nuevos procuradores o diputados quieren, ahora
que los votantes han elegido a su lista, comportarse en cada caso según les
indique la cruz de los pantalones o de los panties,
y de paso seguir manteniendo de forma indefinida la ficción de que representan fielmente
a una porción de la ciudadanía. Leo en Público
que el éxito de “Soria Ya” ha despertado entusiasmo en las provincias atrasadas
de Andalucía, de lo que cabe deducir que la fragmentación del electorado en
distintas candidaturas de circunscripción irá en aumento en todas partes. Pero
no es imposible, vistos los antecedentes, que toda esa nueva floración se
desentienda olímpicamente de los representados por plataformas y mareas así de
vistosas, para centrarse en el beneficio particular y exclusivo de los representantes,
algunos de los cuales estarán desde el principio al acecho de una votación
comprometida sobre lo que sea, que les permita ganarse unos miles de euros
extra cambiando la casaca en el momento justo.
Con esto no quiero decir que la ley sea perversa
en sí misma. Lo perverso es el modo de utilizar las instituciones, desviándolas
a conciencia de sus objetivos iniciales.
Dicho de una forma más a la pata la llana,
«hecha la ley, hecha la trampa».