La Verdad y la Mentira, detalle de “La calumnia de Apeles”, de Sandro Botticelli.
En “El eco de las mentiras”, novela policiaca del
escocés Ian Rankin que estoy leyendo con parsimonia aprovechando la hora de las
telenoticias, he encontrado una descripción convincente de lo que se viene en
llamar la “sociedad de la información”: tenemos más información que nunca, dice
el policía jubilado John Rebus, recordando los viejos tiempos de su profesión;
pero no una información más veraz. Y añade: «Los comentaristas te engañan en la
cara y te sirven los bulos con cuchara como si fueras un bebé.» Esa figura de
la cucharada de papilla que el bebé se traga mientras está atento a la historia
del pájaro que buscaba el nido o del auto que se metía en un túnel, me parece
muy adecuada: nos alimentamos de la papilla que nos ofrecen y la asimilamos sin
problema mientras soñamos con otra cosa, porque nuestras tragaderas son grandes
y bien dispuestas para la comodidad del bulo ready-made.
La verdad resulta demasiado complicada para nuestras
estructuras mentales, y la Verdad con mayúscula es inalcanzable y probablemente
inexistente. Sustituimos los hechos desnudos por el Big Data, y el razonamiento
por la elucubración.
Ahora mismo, los medios nos arrullan con cantares de gesta
sobre la perfidia de Putin y la serena resistencia de Zelenski. Sale mucho a
relucir el mundo libre, y se recupera el concepto de “comunismo”, devaluado
hace tan solo un par de semanas, para presentarlo como el enemigo a batir de
nuevo. Se apuntan al acoso y derribo quienes se fotografiaban en las portadas
de los diarios electrónicos del bracete de Vladimir, el “amigo ruso” de la
ultraderecha.
Hoy el objetivo parece ser evitar que las bombas, que ya no
son de tanta precisión, caigan, por un accidente inopinado, veinticinco
kilómetros más allá, lo que supondría el estallido de la Tercera Guerra
Mundial.
¿Por qué? Diría que no hay ninguna razón concreta por la
cual Ucrania pueda sufrir bombardeos feroces sin consecuencias graves para la
causa, y en cambio la OTAN no pueda permitirse un rasguño en su cometido de
gendarme global. ¿Y por qué, entonces, arrimó tanto sus bases al punto
caliente? Tal vez siguió al pie de la letra la vieja sentencia de Séneca, Avida
est periculi virtus, “La virtud anhela el peligro”.
Pero me niego a aceptar que esas virtudes militares
occidentales ansiosas por ponerse a sí mismas a prueba, lleven aparejado un holocausto
humanitario cuando, en efecto, son puestas a prueba.
La diplomacia tiene de seguro otros recursos que poner a
contribución. Y los medios nos están poniendo en la boca una cucharada de
papilla rancia, que se remonta a los tiempos de la guerra fría.