Vista de
la “fuerza de trabajo” de una fábrica textil de Sabadell, fotografía tomada en
los años 50. Ya el encuadre es ideológico en sí mismo. Se ve a las trabajadoras
desde arriba, como un grupo encuadrado rígidamente y “abstracto”, en el que no
tienen cabida las diferencias interpersonales.
Está en la nube el número 25 de la revista digital Pasos
a la izquierda. El dosier central está dedicado a la huelga, y reúne un abanico
de intervenciones de un gran interés, sobre todo para quien busque analizar los
fenómenos relacionados con el movimiento obrero desde una visión problemática,
y no simplemente desde el eslogan y la consigna.
En particular, mi participación en esa colección de
escritos ha sido la traducción de dos capítulos del libro de Richard Hyman, Strikes.
A solicitud de Pere Jódar, editor de Pasos, el profesor Hyman
autorizó con entusiasmo esta publicación, inédita hasta ahora en nuestra
lengua. La reflexión del autor se centra en la situación de las trade unions
británicas, que no han tenido ni el mismo origen, ni menos aún el mismo desarrollo
histórico que el sindicalismo español, pero en muchos aspectos proporcionan un
buen punto de comparación y de referencia.
Así ocurre, a mi entender, con un pasaje del parágrafo «La
política contradictoria del sindicalismo». Sostiene Hyman, a partir de una
cita de F. Parkin en “Class Inequality and Political Order”, 1971, que
la conciencia sindical implica lo que podríamos llamar una “versión negociada” del
sistema de valores dominante, que en gran parte es aceptado. El sindicalista
considera “normal”, en principio, la subordinación del trabajo respecto del
capital, y el monopolio de la organización de los trabajos por parte de las
instancias de la alta dirección y la gerencia empresarial.
Ocurre entonces que en un conflicto abierto, duro, con el
orden establecido, es muy probable que esa inclusión de una ideología ajena acabe
por tener efectos inhibidores y desmoralizadores en la acción de unos
trabajadores que no desean cambiar de patrono, sino seguir en la misma empresa
y en sus mismos puestos de trabajo, en mejores condiciones.
El problema de fondo estaría entonces en que lo que
llamamos de una forma aproximativa “conciencia de clase” suele limitarse al
sentimiento de pertenencia a una clase de personas subordinadas, accesorias,
colaboradoras pero no fundamentales en los procesos productivos. Se trata de
una falsa conciencia, porque coloca a las clases trabajadoras en un rincón de
la estructura social, y no en el centro mismo, como clases dirigentes
(co-dirigentes, sería más exacto) del devenir social y político.
Conviene leer con atención el texto de Hyman hasta el
final, porque describe el tremendo destrozo que causó el thatcherismo en la
conciencia de sí mismos de los trabajadores británicos, y propone algunas
iniciativas con mucho sentido para el “después” de aquella gran crisis.
Entre otras conclusiones más o menos necesarias, la
exposición de Hyman nos permite advertir que el gran colectivo de los/las
trabajadores/as es también un sujeto de la Historia por derecho propio, no un simple
objeto de la misma. Los trabajadores son corresponsables de su propia historia.
Ignorarlo supone un límite analítico muy común en el seno de la izquierda
política, una especie de “punto ciego” del que ya nos había advertido Vittorio
Foa en su libro “El caballo y la torre”.
Foa estaba hablando también de lo ocurrido en las
sociedades avanzadas en los años ochenta, una década de novedades tremendas,
tan prodigiosas como peligrosas. Y señaló con justeza que la izquierda «no
se ha visto a sí misma como coautora de ese desarrollo y por tanto de sus
males. La sociedad de consumo, en sus aspectos positivos como en los perversos,
no nos ha sido impuesta por el capitalismo, es también obra nuestra, la ha
querido la clase obrera. Y por tanto es posible confrontarse con ella, no es
una fatalidad ineluctable. Puede parecer extraño, pero si se echa toda la
responsabilidad de un mal presente sobre el adversario, se ha renunciado ya al
propósito de combatirlo.» (p. 316, traducción mía).