jueves, 31 de marzo de 2022

MADRID BIEN VALE UNA CROQUETA


 

Croquetas confeccionadas para la celebración de las bodas de oro de Carmen y mías, en marzo de 2020. No son golosinas de diseño, responden a una larga y sabia tradición artesana de la familia Martorell.

 

Dice un periódico madrileño que las mejores croquetas del mundo se comen en Madrid. Puede, a mí no me consta. También dice el mismo periódico que Marbella es la localidad más exclusiva del mundo, y eso ya es hasta cierto punto comprobable porque entra en juego el número de brigadas policiales y de seguratas privados. Ser exclusivo es un título, pero quizá no tan deseable como podría parecer a primera vista.

La Novena Sinfonía de Beethoven pasa por ser la pieza musical por excelencia, la number one de la historia. Sobre ese tema hay, digamos, un gran consenso, lo que no impide que muchos melómanos (yo mismo) estemos dispuestos a apostar por otras opciones de excelencia. Recuerdo incluso que en mi lejana adolescencia, y puedo dar fe de ello, había oyentes entusiastas que consideraban demasiado seca la versión de la Novena por Von Karajan y habrían preferido con mucho escuchar lo que hacía con aquel material sonoro la orquesta de Ray Coniff, o incluso la de Frank Pourcel.

Los latinos afirmaron que no hay disputa posible sobre gustos; Albert Einstein nos aportó el conocimiento adicional de que en este mundo todo es relativo.

La croqueta, también. La exclusividad, lo mismo. La prisión de Alcatraz podría ser más exclusiva incluso que Marbella, y yo mismo sin ir más lejos he saboreado excelentes croquetas que no eran madrileñas ni por el forro. Los diarios no deberían confundir la información con la opinión, ni barrer de esa forma para casa.

A menos que estén haciendo populismo. Eso lo explicaría todo. Para los cartageneros, no hay lugar en el mundo que pueda compararse con Cartagena, y en ese punto no hay transacción posible. Para los madrileños, en cambio, la opción es “de Madrid al cielo”, y para los napolitanos el desiderátum es ver Nápoles y después morir.

Acepten que las cosas son así. De vuelta de una larga misión diplomática en Roma, el poeta renacentista Joachim Du Bellay escribió que estimaba más “mon petit Liré que le Mont Palatin”. Y era Roma. Y él era un clasicista convencido.

Quizás tenía razón. Lo que de seguro no vale es la regla de que las preferencias de gustos tengan que ser universales, y sujetas a un ránking riguroso. Escuchen ustedes a Einstein.



Los presuntos implicados, antes de llegar al "temps des cerises", pero superado ya el "temps des croquettes"