Playa del Tarajal, Ceuta, mayo de 2021
La Historia Universal como asignatura de un
ciclo pedagógico cualquiera quedó vista para sentencia después de la quiebra
más bien repentina de la segunda parte contratante del invento, es decir el
imperio soviético. “Imperio soviético”, dicho sea de pasada, es una
contradicción interna, un oxímoron. De hecho, funcionó durante sus setenta años
de existencia desde una doble clave: movimientos de liberación por un lado,
obediencia y sojuzgamiento por otro.
Francis Fukuyama anunció en su momento el fin
de la Historia: la liberación había llegado a todas partes, en forma de un
capitalismo redentor; la escasez, el hambre, la miseria, eran cosa del pasado
para unas generaciones nacidas bajo el icono protector de la botella sinuosa de
la cocacola.
Pero la Historia resurgió de sus cenizas. Nunca
llegó la Era de la Abundancia que se auguraba, la liberación quedó en esas buenas
intenciones de las que están empedrados los infiernos, el sojuzgamiento se
sofisticó y se profundizó con el advenimiento del nuevo reino de la Precariedad,
y las crisis de todo tipo se agudizaron y se agravaron al hacerse globales.
En ese contexto viciado, Vladimir Putin ha
asumido la forma de un nuevo Macho Alfa, tanto para los opositores al establishment militar-industrial
gestionado (mal) por el ya único imperio reconocido y sus adláteres, como para
los nostálgicos, no de una liberación real de los pueblos, sino de un imperio
gemelo y contrapuesto. Muchos siguen pensando en Rusia como proyecto de
liberación social, cuando el comunismo ha desaparecido de sus leyes
constitucionales. Y del otro lado, el de los populismos nacionalistas más
trasnochados, en los sueños húmedos de Víctor Tarradellas los rusos iban a
venir con diez mil de a caballo para liberar Catalunya de las garras del artículo
155; Salvini, Le Pen, Abascal, Orbán, se hicieron selfies al lado del Gran
Líder. Donald Trump y Carles Puigdemont no llegaron a tanto por miedo al qué
dirán.
Todo ello, sumado a la oposición inacabable de
unas élites financieras cortoplacistas a la construcción de estructuras
jurídicas e institucionales sólidas, capaces de encauzar en una dirección
democrática universal las ansias de libertad, autonomía y bienestar de una gran
parte de la humanidad, ha sido la “farsa”, en su acepción gastronómica, que ha
venido a rellenar el disparate que estamos viviendo en estas jornadas de
pesadilla.
Putin se lo ha creído. Él, como dice Ayuso de
sí misma en su nivel de campanario, gana elecciones, cuenta con admiraciones
foráneas, se tiene por paladín de una causa antes que por gobernador de una
extensión casi inabarcable de tierra habitada por “almas muertas” como las de
las aldeas que describió Gogol. La resistencia empecinada de esa gentecilla
ucrania le exaspera. Acaba de bombardear el entorno de su segunda central
nuclear. El presidente francés Macron augura que lo peor está aún por venir.
Urge parar la guerra. Todas las guerras, pero
esa en particular. Putin no debe ganar la baza. Las armas que se envían a la
resistencia ucrania tienen ese sentido. Todos los temas accesorios no deben
oscurecer el principal.
Amy Katherine Browning, “A la sombra del limero” (1913)