Michel
de Montaigne, retrato hacia 1570
Comparezco para anunciarles que, asediado como me
encuentro por una realidad poco amable, he recurrido a la lectura de Montaigne.
Nunca antes leí los “Ensayos” de corrido, solo algunas porciones
escogidas entre las que he reencontrado con placer el capítulo “Que
philosopher, c’est apprendre à mourir”, que filosofar es aprender a morir,
una meditación de un valor permanente para observar la realidad desde una distancia
humana, sin miedos y sin ilusiones.
Nos encontramos en estos días ante una tormenta perfecta: un
contexto de guerra no tan lejana, depresión económica generalizada, desabastecimiento
incipiente, protesta en la calle de profesionales llevados al límite de la
subsistencia por las circunstancias, debilidad del Estado como “cielo protector”,
y mucha letra pequeña en las cláusulas de los contratos internacionales que
podrían ayudar a garantizar la superación de los principales obstáculos y, en
definitiva, la supervivencia.
Mantengo una actitud positiva en general, unida a la
conciencia de que por todos estos desfiladeros hay que pasar necesariamente, y
que un proyecto de progreso no presupone un avance en línea recta por un
terreno despejado, sino un trayecto sinuoso, lleno de meandros, de retrocesos
aparentes y de iniciativas basadas en el principio del ensayo y el error.
Montaigne es un buen compañero para asentar esa disposición de ánimo, escéptica y estoica, y por ello insobornablemente libre. Por añadidura, me provocan un regocijo especial algunos de los ejemplos “a la pata la llana” que saca a relucir a propósito de sus meditaciones. Este es uno de ellos, referido a la “indocilidad” de determinado adminículo orgánico propio de los varones: «On a raison de remarquer l’indocile liberté de ce membre s’ingérant si importunément lorsque nous n’en avons que faire, et défaillant si importunément lorsque nous en avons le plus affaire».*
Muchos miembros del cuerpo social se están comportando
también de la manera que se indica: son inoportunamente protestones cuando las
cosas se encaminan en la buena dirección, y en cambio se retraen con una inoportuna
e incomprensible flaccidez cuando más necesario sería su protagonismo en
situaciones de mucho compromiso. Algún etimólogo sabio les calificaría de “gilipollas”.
Con perdón.
( * “Se ha
criticado con razón la indócil libertad de ese miembro que se entromete tan
inoportunamente cuando no lo necesitamos para nada, y desfallece en cambio con
la misma inoportunidad cuando más lo necesitamos.” (Versión libre, mía)