sábado, 5 de marzo de 2022

MATAR UN RUISEÑOR

 





Cartel publicitario de la película “Matar un ruiseñor”, de Robert Mulligan (1962).

 

Una amistad de Facebook ha colocado en su muro una cita de Harper Lee. Algo acerca del impulso ético que nos lleva a sostener una causa justa a pesar de evaluar de antemano sus escasísimas posibilidades de éxito, sin contar el considerable riesgo personal que entraña. La frase es, si no recuerdo mal el libro, de Atticus Finch, el abogado de Alabama que defiende a un negro acusado falsamente de violar a una mujer blanca, y expresa la conciencia del personaje, tanto de la inocencia del hombre al que defiende, como del valor nulo de ese hecho en la comunidad de la que él mismo forma parte, y en la que la raza es una divisoria que separa a quienes ostentan derechos civiles de los que carecen de ellos. Una formulación clásica de la misma idea, referida a la lucha antifascista en la Europa de los años veinte, es la oposición señalada por Antonio Gramsci entre el pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad.

Harper Lee cuenta muy bien su historia, tomando el punto de vista de una niña de ocho o nueve años que percibe de golpe una realidad para la que procuraba prepararla la educación libre, igualitaria y ética que estaba recibiendo de su padre viudo. Como el viejo Sócrates, Atticus respeta por igual las normas imperfectas de la ciudad y la recta ley ideal de unos derechos inalienables para todas las personas sin excepción. Su hija Scout le salva a él de un linchamiento en los momentos más tensos de su enfrentamiento con una población hostil a la verdad; al final, un inesperado deus ex machina salvará la vida de Scout de la reacción vengativa de un ciudadano devaluado. En el curso de la narración, se da un progreso ─leve, casi infinitesimal pero perceptible─ en la conciencia colectiva, de modo que, después de varias tragedias sucesivas y relacionadas, se abre un resquicio a la esperanza de tiempos mejores.

Harper Lee fue escritora de un único libro. Un libro inclasificable, por lo demás. No es una proclama ni un manifiesto, tiene la forma inequívoca de una novela con todos sus ingredientes literarios, y contiene algunas notas autobiográficas, además, sobre todo, de las claves del “ambiente moral” en el Sur post-esclavista. Pero difícilmente podemos calificarla de “arte literario”. No porque carezca de arte, que sí lo tiene, sino porque su intención está muy lejos de un ideal estético cualquiera. He encontrado un tono moral parecido en otra escritora de Alabama, Fannie Flagg, la autora de “Tomates verdes fritos”.

En un pasaje del libro de Lee, Atticus es requerido para matar a un perro rabioso que anda suelto por las calles. Le basta un solo tiro de una escopeta prestada. Sus hijos se enteran entonces de que fue un cazador formidable, que si cobraba catorce piezas de quince disparos, consideraba haber desperdiciado un cartucho. Pero Atticus ha dejado el vicio de las armas, como otros dejan el alcohol, al ingresar en el templo de la abogacía. Cuando sus hijos reciben como regalo sendas escopetas de aire comprimido y consideran demasiado aburrido disparar a latas colocadas sobre una cerca, les da permiso para disparar a los arrendajos azules que se comen el maíz de los sembrados. Pero también les advierte: «Matar un ruiseñor es pecado.»



Restos de la antigua clepsidra del santuario de Anfiareo, en el Ática.