Cartel publicitario de la película “Matar un ruiseñor”, de Robert Mulligan (1962).
Una amistad de Facebook ha colocado en su muro
una cita de Harper Lee. Algo acerca del impulso ético que nos lleva a sostener
una causa justa a pesar de evaluar de antemano sus escasísimas posibilidades de
éxito, sin contar el considerable riesgo personal que entraña. La frase es, si
no recuerdo mal el libro, de Atticus Finch, el abogado de Alabama que defiende
a un negro acusado falsamente de violar a una mujer blanca, y expresa la conciencia del personaje, tanto de la inocencia del hombre al que defiende, como del valor nulo de ese hecho en la
comunidad de la que él mismo forma parte, y en la que la raza es una divisoria que
separa a quienes ostentan derechos civiles de los que carecen de ellos. Una
formulación clásica de la misma idea, referida a la lucha antifascista en la
Europa de los años veinte, es la oposición señalada por Antonio Gramsci entre el
pesimismo de la inteligencia y el optimismo de la voluntad.
Harper Lee cuenta muy bien su historia, tomando el punto de vista de una niña de ocho o nueve años que percibe de golpe una
realidad para la que procuraba prepararla la educación libre, igualitaria y
ética que estaba recibiendo de su padre viudo. Como el viejo Sócrates, Atticus
respeta por igual las normas imperfectas de la ciudad y la recta ley ideal de
unos derechos inalienables para todas las personas sin excepción. Su hija Scout
le salva a él de un linchamiento en los momentos más tensos de su
enfrentamiento con una población hostil a la verdad; al final, un inesperado deus ex machina salvará la vida de Scout
de la reacción vengativa de un ciudadano devaluado. En el curso de la
narración, se da un progreso ─leve, casi infinitesimal pero perceptible─ en la
conciencia colectiva, de modo que, después de varias tragedias sucesivas y
relacionadas, se abre un resquicio a la esperanza de tiempos mejores.
Harper Lee fue escritora de un único libro. Un
libro inclasificable, por lo demás. No es una proclama ni un manifiesto, tiene
la forma inequívoca de una novela con todos sus ingredientes literarios, y contiene
algunas notas autobiográficas, además, sobre todo, de las claves del “ambiente
moral” en el Sur post-esclavista. Pero difícilmente podemos calificarla de “arte
literario”. No porque carezca de arte, que sí lo tiene, sino porque su
intención está muy lejos de un ideal estético cualquiera. He encontrado un tono
moral parecido en otra escritora de Alabama, Fannie Flagg, la autora de “Tomates verdes fritos”.
En un pasaje del libro de Lee, Atticus es
requerido para matar a un perro rabioso que anda suelto por las calles. Le
basta un solo tiro de una escopeta prestada. Sus hijos se enteran entonces de
que fue un cazador formidable, que si cobraba catorce piezas de quince
disparos, consideraba haber desperdiciado un cartucho. Pero Atticus ha dejado
el vicio de las armas, como otros dejan el alcohol, al ingresar en el templo de
la abogacía. Cuando sus hijos reciben como regalo sendas escopetas de aire
comprimido y consideran demasiado aburrido disparar a latas colocadas
sobre una cerca, les da permiso para disparar a los arrendajos azules que se
comen el maíz de los sembrados. Pero también les advierte: «Matar un ruiseñor
es pecado.»
Restos de la antigua clepsidra del santuario de Anfiareo, en el Ática.