El profesor Josep Fontana
nos ha enseñado que el futuro es un país extraño. Extraño e inquietante, por
añadidura. Los más jóvenes, que viven hoy un presente escaso y precario, encaran
un futuro problemático que solo alcanzan a percibir a través de unas
simbólicas, o muy reales en algunos casos, vallas de alambre de espino adornadas
con un letrero muy visible: NO TRESPASSING.
Una parte
sustancial del problema reside en la falta total de compromiso con el futuro
por parte de las generaciones situadas en los puentes de mando y en las salas
de máquinas. Nos encontramos en el reino de la tirada de dados del negocio financiero
especulativo, y en el cortoplacismo descarnado en los programas productivos de
una economía volátil de tan flexible. Hablar de futuro, de largo plazo, de
previsión, en ese contexto, carece de sentido sin remedio posible. No es un
dato que deba tenerse en cuenta. Para la sociedad en general, lo que sea
sonará. Para los privilegiados, la “clase ociosa” que rememoraba José Luis
López Bulla hace poco en un artículo esencial (1), el futuro es en cambio un
artículo de lujo, exótico y exclusivo, que se guarda rodeado de mil
precauciones y sistemas de seguridad en la cámara acorazada de los subterráneos
blindados de los bancos. Gran paradoja: en la aldea global, el futuro se
concibe únicamente en términos estrictamente individuales.
Esa mentalidad individualista
de las clases altas ha ido calando poco a poco en el subsuelo social, y tiene
consecuencias. Lo diré sin alharacas ni grandes énfasis: desde que el futuro ha
dejado de ser una gran apuesta colectiva y solidaria, la humanidad se encamina
hacia su destrucción. No intento hacer de jeremías, solo establezco una simple previsión,
un output verificable a partir de los datos conocidos del problema. Cualquiera
puede percibir lo verosímil de esa previsión, con solo abrir los ojos al mundo
que nos rodea. Basta la referencia a dos piedras de toque contrastadas: el
trato que reciben en nuestras sociedades de hoy mismo la naturaleza de un lado,
y los/las adolescentes, de otro.
Acaba de concluir en
Lima una cumbre mundial más, sobre los peligros del cambio climático. Han
acudido a ella 196 países pero a duras penas se ha conseguido un acuerdo final de
mínimos, no vinculante, después de catorce días de parálisis en las
negociaciones. Se trataba de preservar nuestras reservas biológicas, nuestras
esperanzas de supervivencia. Tendrán que esperar otra ocasión, otra cumbre,
otro acuerdo de mínimos.
Si esa
despreocupación por el patrimonio común entra más o menos en los parámetros de
lo que consideramos normal, en cambio tiene tintes patológicos la aversión al
futuro que determina la tendencia morbosa de ciertos sujetos a tomar a
escolares o estudiantes como objetivo preferente de sus atentados o asesinatos
ideológicos. Tres casos recientes: Boko Haram en Nigeria, los narcos en Ayotzinapa,
los talibanes en Peshawar.
Los meandros de la
lógica perversa de un asesino siguen a veces pautas parecidas en marcos
psicopatológicos diferentes, pero que presentan algún aspecto concomitante. Así,
ocurre que el argumento latente en los tres casos citados viene a ser en
sustancia el mismo móvil que aflora en tantos casos de violencia de género
contra mujeres que se rebelan contra una dominación machista abusiva. Un móvil
que puede expresarse de este modo atroz: “Ya que no aceptas el futuro que yo
pretendo imponerte, no vas a tener ningún otro futuro en absoluto.”