viernes, 26 de diciembre de 2014

LA COCINA DE LA POLÍTICA



Los últimos días han sido particularmente ricos en análisis acerca de las líneas de tendencia y los nuevos modos de la práctica política en un contexto de crisis generalizada como es el nuestro. Destaco los siguientes, con precisión de sus fuentes y con mi recomendación entusiasta de que el lector interesado los visite, porque todos ellos valen el tiempo invertido en leerlos.
En el blog En Campo Abierto, Javier Aristu ha titulado “Un artefacto para la política” una serie de reflexiones en torno a los “méritos” profesionales de los políticos surgidos de nuestra primera democracia, y la inflexión, tanto en saberes como en procesos de selección, que ahora apunta para las nuevas generaciones que se incorporan al quehacer público. Desde un ángulo bastante diferente Valentí Puig en El País señala en  “Hay otra vida para los partidos” la necesidad, para la supervivencia de las formaciones políticas actuales, de desembarazarse del lastre de la endogamia e ir con decisión en busca de los mejores candidatos, allá donde puedan encontrarlos.
Centrándose en un caso muy particular, Enric Company, en El País Cataluña, comenta en “La perplejidad de ICV” la ingrata situación en que dejan a la formación poscomunista catalana los sondeos de opinión, a pesar de los meritorios esfuerzos de activismo y de coherencia desarrollados tanto por Joan Herrera en calidad de líder de la formación, como por Joan Coscubiela en su papel de portavoz parlamentario. Por alusiones, este último ha contestado en El Bloc del Coscu con un artículo cuyo título es suficientemente expresivo: “Ni perplejo ni frustrado”.
Finalmente, hoy mismo se han añadido a la colección “Sobre las izquierdas” de Josep Ramoneda en El País, y la entrada “Los programas electorales” en el blog Metiendo Bulla, firmada por su titular.
Anoto una sensación general de que el previsible favor de los votantes en los próximos comicios tendrá poco que ver con la bondad intrínseca de las propuestas ni con los méritos personales que adornan a los candidatos. Resulta injusto, pero así han sido las cosas desde los tiempos del que asó la manteca, o para ser más precisos desde que Sócrates fue invitado por la mayoría de la polis a beber la cicuta. No caben ilusiones al respecto, ya que también ha llovido cantidad desde que otro filósofo rancio apuntara: «Fabio, las esperanzas cortesanas prisiones son.»
Eso no quita para que en la cocina de la política deban seguir trabajando, tal vez con una capacidad acrecentada de empatía y de sentido de la oportunidad, profesionales concienzudos, capaces de elaborar con amor e imaginación manjares apetitosos para una clientela que tal vez desprecie la oferta y prefiera consumir comida rápida e indigesta: negativismo, simplificación, voto de castigo, maximalismo, “contrismo”. Y también una nueva transversalidad propiciada por una política venenosa que ha situado la indignación como elemento emergente y como denominador común de capas diferenciadas de la población que tenían a priori expectativas y aspiraciones muy distintas entre ellas.
La indignación no atiende a razones. Se está apelando hoy a los nuevos “bárbaros” para romper el “recinto” cerrado a cal y canto de una política iniciática y esotérica, en la imagen propuesta por Fausto Bertinotti. La operación producirá sin duda víctimas colaterales, y cada una de ellas habrá de meditar largamente sobre los errores propios o las insuficiencias que han redundado en la fuga del voto popular hacia otros horizontes. Pero ello no debe ser razón para clausurar la cocina de la gran política rectamente entendida, que es (también desde siempre) el arte de lo posible, una praxis que parte de los datos suministrados por la realidad fáctica y aspira a cambiarla para mejor.
Es el bien común lo único que importa a la gran, a la auténtica política. Ello impone la aceptación, ni perpleja ni frustrada, del deseo explícito de la mayoría, incluso en los casos en que la mayoría se equivoca. Puede parecer un magro consuelo, pero es cierto que la posteridad ha conservado con veneración el nombre de Sócrates, y en cambio nadie recuerda el de quienes lo condenaron.