Los últimos días han
sido particularmente ricos en análisis acerca de las líneas de tendencia y los
nuevos modos de la práctica política en un contexto de crisis generalizada como
es el nuestro. Destaco los siguientes, con precisión de sus fuentes y con mi recomendación
entusiasta de que el lector interesado los visite, porque todos ellos valen el
tiempo invertido en leerlos.
En el blog En Campo
Abierto, Javier Aristu ha titulado “Un artefacto
para la política” una serie de reflexiones en torno a los “méritos” profesionales
de los políticos surgidos de nuestra primera democracia, y la inflexión, tanto en
saberes como en procesos de selección, que ahora apunta para las nuevas
generaciones que se incorporan al quehacer público. Desde un ángulo bastante
diferente Valentí Puig en El País señala en “Hay otra vida para los partidos” la necesidad,
para la supervivencia de las formaciones políticas actuales, de desembarazarse del
lastre de la endogamia e ir con decisión en busca de los mejores candidatos,
allá donde puedan encontrarlos.
Centrándose en un
caso muy particular, Enric Company, en El País
Cataluña, comenta en “La perplejidad de ICV” la ingrata situación en que dejan
a la formación poscomunista catalana los sondeos de opinión, a pesar de los
meritorios esfuerzos de activismo y de coherencia desarrollados tanto por Joan Herrera en calidad de líder de la formación, como
por Joan Coscubiela en su papel de portavoz
parlamentario. Por alusiones, este último ha contestado en El Bloc del Coscu
con un artículo cuyo título es suficientemente expresivo: “Ni perplejo ni
frustrado”.
Finalmente, hoy
mismo se han añadido a la colección “Sobre las izquierdas” de Josep Ramoneda en El País, y la entrada “Los programas
electorales” en el blog Metiendo Bulla, firmada por su titular.
Anoto una sensación
general de que el previsible favor de los votantes en los próximos comicios tendrá
poco que ver con la bondad intrínseca de las propuestas ni con los méritos personales
que adornan a los candidatos. Resulta injusto, pero así han sido las cosas
desde los tiempos del que asó la manteca, o para ser más precisos desde que Sócrates fue invitado por la mayoría de la polis a beber la cicuta. No caben ilusiones
al respecto, ya que también ha llovido cantidad desde que otro filósofo rancio apuntara:
«Fabio, las esperanzas cortesanas prisiones son.»
Eso no quita para
que en la cocina de la política deban seguir trabajando, tal vez con una
capacidad acrecentada de empatía y de sentido de la oportunidad, profesionales
concienzudos, capaces de elaborar con amor e imaginación manjares apetitosos
para una clientela que tal vez desprecie la oferta y prefiera consumir comida
rápida e indigesta: negativismo, simplificación, voto de castigo, maximalismo, “contrismo”.
Y también una nueva transversalidad propiciada por una política venenosa que ha
situado la indignación como elemento emergente y como denominador común de capas
diferenciadas de la población que tenían a priori expectativas y aspiraciones
muy distintas entre ellas.
La indignación no
atiende a razones. Se está apelando hoy a los nuevos “bárbaros” para romper el “recinto”
cerrado a cal y canto de una política iniciática y esotérica, en la imagen
propuesta por Fausto Bertinotti. La operación producirá
sin duda víctimas colaterales, y cada una de ellas habrá de meditar largamente
sobre los errores propios o las insuficiencias que han redundado en la fuga del
voto popular hacia otros horizontes. Pero ello no debe ser razón para clausurar
la cocina de la gran política rectamente entendida, que es (también desde
siempre) el arte de lo posible, una praxis que parte de los datos suministrados
por la realidad fáctica y aspira a cambiarla para mejor.
Es el bien común lo
único que importa a la gran, a la auténtica política. Ello impone la aceptación,
ni perpleja ni frustrada, del deseo explícito de la mayoría, incluso en los
casos en que la mayoría se equivoca. Puede parecer un magro consuelo, pero es
cierto que la posteridad ha conservado con veneración el nombre de Sócrates, y en
cambio nadie recuerda el de quienes lo condenaron.