Eleusis, el antiguo
templo de los misterios situado a una quincena de kilómetros de Atenas, es la confirmación
palpable de la insensibilidad moderna hacia la naturaleza. Fue erigido para
celebrar la sucesión de las estaciones y la renovación de la fertilidad de la
tierra en la primavera, y su situación en el extremo norte del golfo Sarónico y
en las cercanías del puerto del Pireo lo ha rodeado de refinerías de hidrocarburos
que lo condenan a padecer la atmósfera de peor calidad de toda Grecia y áreas mediterráneas
vecinas.
Todo debió de
empezar a partir de una oquedad que se abre como un gran bostezo en el flanco
de un cerro que domina la llanura aluvial y el mar cuajado de islas (Salamina
está justo enfrente). Las paredes de la gruta son de color oscuro, como
ennegrecidas de humo, y en ellas se abren grietas de gran tamaño. Al parecer
por esas grietas salían en tiempos fumarolas sulfurosas, y se consideró por ello que se
trataba de la puerta de entrada a los infiernos. Según el mito, el dios del
inframundo, Hades, asomó por ahí un día y se llevó a su reino a la ninfa
Perséfone, hija de Démeter, la diosa de la fertilidad y de las cosechas, para
hacerla su compañera. El rapto de la niña irritó tanto a Démeter, que dejó de
dispensar sus dones a los humanos. Hades por su parte se negó en redondo a
devolver a Perséfone a su madre. El complejo pleito requirió una asamblea de
dioses, en la que se llegó a una solución transaccional: Perséfone pasaría seis
meses con su marido en el infierno, y otros seis en la superficie con su madre.
La tierra solo florecería y daría frutos en los meses de luz, aire y sol para
la ninfa.
Cada nuevo otoño, tenía
lugar una procesión que llevaba a Eleusis los objetos sagrados (se ignora
cuáles eran con exactitud) que simbolizaban el regreso de Perséfone al
inframundo y la vuelta de la aridez a la tierra. La procesión seguía la Vía
Sacra, que atraviesa de parte a parte – entre otros – el municipio de Egáleo en
el que residimos, hasta la explanada de Eleusis. El séquito no era triste ni
lamentoso; debió de tener un parecido notable con la romería del Rocío. Los
atenienses viajaban en carros, bien provistos de comida y bebida; cantaban, se
cruzaban bromas y pullas entre ellos, y se tomaban las cosas con calma. Partían
del ágora de Atenas, al pie de la Acrópolis, a la salida del sol, y se instalaban
delante de los Propíleos de Eleusis ya anochecido. Durante cuatro días
celebraban los misterios. Había danzas de muchachas, invocaciones de
sacerdotes, tal vez ceremonias orgiásticas y sin duda mucho “intercurso” que
dicen los ingleses. En fin, más o menos lo mismo que podía verse siglos después
en épocas de carnaval. Los ciclos naturales son siempre los mismos, y cuando
una comunidad se prepara para ayunar, celebra con más vigor las épocas de abundancia
pasadas y futuras.
Los misterios siguieron
celebrándose cuando Grecia se convirtió en provincia de Roma. Luego, ya en el
declive del imperio, Eleusis se convirtió en otra cosa, en un centro más o
menos internacional de estudios filosóficos y religiosos esotéricos y de
sincretismos de todo tipo. Ya no se peregrinaba allí desde Atenas sino desde la
Galia, Egipto o Siria, en busca de un saber alambicado. En los inicios del
siglo quinto, se presentó en el Ática el bárbaro Alarico y arrasó con todo:
murallas, pórtico, templos y arcos de triunfo. A unos cientos de metros del yacimiento
arqueológico, otros bárbaros modernos han destrozado el medio ambiente de un
lugar que fue sagrado.
Una de las piezas
capitales que se guardan en el Museo de Eleusis es la “Muchacha que huye”, una escultura
femenina llena de gracia y de pudor, que debió de formar parte del frontal de
un templo. Tal vez Perséfone tratando de escapar de su raptor. Hoy podría ser la
Naturaleza en fuga, espantada por los estragos de una economía de rapiña.