El fiscal general
del Estado ha dimitido, víctima, según todos los indicios, del mobbing gubernamental.
El desencuentro venía de lejos, y Torres-Dulce había hecho varios intentos,
desatendidos, de canjear su renuncia voluntaria por otra plaza profesional apetecible
y menos expuesta a un desgaste veloz ante la opinión, desgaste susceptible de
producirse tanto por exceso como por defecto de obediencia debida a las
indicaciones del poder ejecutivo. Al final el fiscal general se ha ido sin
compensación, por lo menos aparente. Son los efectos clásicos del mobbing en
quien lo padece: una pérdida vertiginosa de autoestima, un deseo compulsivo de
poner fin a la pesadilla a cualquier precio.
El mobbing o acoso
laboral es una realidad floreciente en nuestra sociedad. En el Informe sobre el
postfordismo confeccionado por Giorgio Cremaschi a partir de una macroencuesta
realizada desde la FIOM en 2007 y comentado para nosotros por Javier Aristu, Máximo
Blanco y Bruno Estrada (1), el 17% de los casi 100.000 encuestados afirmaba
haber sufrido intimidaciones en el puesto de trabajo; en las empresas
localizadas en las regiones del sur, el porcentaje se elevaba hasta el 20%.
El asunto parece
tener relación con la exigencia de una devoción ilimitada de cada trabajador en
particular a los postulados de producción o de calidad establecidos por la
dirección de las empresas. El candidato perdedor a las elecciones recientes de
la CEOE incluía en su programa un aumento de la parte variable del salario, en
función de la productividad no global, sino considerada individualmente. Es
decir, rebaja del salario base y complemento del mismo con una retribución variable
en función no ya de resultados, sino de actitud individual del trabajador. No hay
mejor definición posible de lo que significa y del alcance que puede llegar a
tener la «intimidación en el puesto de trabajo».
Un muy buen amigo
mío pasó por dos tentativas de suicidio antes de comprender que no era su
trabajo ineficiente lo que saboteaba los programas productivos de la empresa en
la que trabajaba, sino que la dirección quería por todos los medios quitarle la
silla de debajo de las posaderas para ahorrarse un salario alto y una
antigüedad considerable. Una baja por larga enfermedad solucionó el asunto a
satisfacción de ambas partes.
El acoso laboral no
tiene ninguna relación con el nuevo paradigma de la producción; deriva más bien
de ese neoautoritarismo rampante que se regodea en el abuso de poder, en la
humillación al inferior, en la falta de respeto sistemática a la
profesionalidad y a la dignidad de las personas. Un ejemplo clásico de mobbing
fue el sufrido por Íker Casillas a manos de José Mourinho. También, como en el
caso de mi amigo, se alegó un descenso acusado del nivel deportivo del guardameta,
escasa aplicación en los entrenamientos, esfuerzo insuficiente. Lo que había en
realidad era una gestión de la plantilla en la que el ascendiente del capitán
sobre sus compañeros y su negativa a exacerbar el odio a los rivales deportivos
no encajaban con los planes del entrenador.
En los
departamentos de personal de las empresas hay muchos Mourinhos. Ellos
contribuyen a esa «corrosión del carácter» que afecta a las sociedades modernas,
socavadas en aquello que es el fundamento primero de la dignidad del ser
humano: su relación con el trabajo, su esfera de autonomía, su capacidad de invención
y de innovación.
Ahora la misma
fórmula desintegradora se está utilizando con los distintos estamentos de la
administración de Justicia de nuestro país, una parcela en teoría independiente
de la acción del Ejecutivo. Garzón fue condenado, Torres-Dulce ha dimitido y a Ruz
se le está colocando por procedimientos administrativos en la rampa de salida.
Pero a la vista está,
el problema no son nunca los Casillas, son los Mourinhos.