(Homenaje a Félix Rodríguez de la Fuente y a Ramón
del Valle-Inclán)
Esmeralda empezó a tocar
el pandero en un rincón del patio de Monipodio, interrumpiendo la sacrosanta siesta
del Augusto.
– Dile que deje de
tocar el puto pandero – pidió el Augusto a uno de sus tiralevitas.
Se lo dijo, y
Esmeralda aporreó con más fuerza.
– Que dice que si
necesita usía a alguien para alcaldesa, aquí la tiene a ella para lo que mande –
informó el tiralevitas a la superioridad.
El Augusto
refunfuñó por lo bajini. Lenguas de doble filo le habían contado que Esmeralda
se probaba a hurtadillas trajes de lentejuelas, se enharinaba la cara para ver
qué tal se veía en el espejo, y se pintaba con rimmel un gran acento circunflejo
en el lugar de la ceja izquierda. En eso se diferenciaba del Augusto, que se
pintaba la ceja al carboncillo.
– Es una hideputa de
su puta madre, pero no se puede negar que tiene clase – había comentado con
admiración renuente la gitana María de la O al saber lo del rimmel.
– ¿Clase? ¿A eso le
llamas tú clase, hija mía? Ja, ja y ja – rio sin ganas la Lola de las Coplas,
que tenía pujos de sangre azul y rebuscaba en los libros de heráldica títulos
de nobleza que le cuadraran siquiera remotamente.
– Preguntadle qué
se le ha perdido en una alcaldía que tiene más trampas que la sacristía de una
parroquia del extrarradio – se animó el Augusto. Se había levantado del sofá y
empezado a bracear un simulacro de tabla de ejercicios gimnásticos. Total, la
siesta ya estaba echada a perder y Esmeralda tocaba el pandero cada vez con más
ganas.
El lance estaba
claro como el agua, para él. La Esmeralda buscaba un trampolín desde el que
asaltar la mismísima poltrona del Augusto, obtenida con tanto esfuerzo, y le
daría la lata sin parar hasta conseguirlo. Al Augusto no le gustaba la libre
competencia, un invento importado de la Ingalaterra por don Adán Smith junto a
los ferrocarriles, las máquinas de tejer, las encuestas de opinión y otros
inventos diabólicos. La Esmeralda, en cambio, era una moderna que se pirraba
por todas las novedades. Y ahora ella veía una ocasión de medrar, porque los
negocios del Augusto llevaban un trantrán menos que mediano desde que más de dos
y de tres cortabolsas de los que le rendían su parte de los beneficios andaban sometidos
a curas de reposo forzosas en balnearios públicos tales como los del Puerto,
Ocaña o Can Brians.
El pandero sonaba y
sonaba sin parar. Al Augusto le subió la mostaza a la nariz y gritó
destemplado:
– ¡Decidle alguien
a esa zorra que entre y discutimos lo de la alcaldía de una vez, pero que nos
alivie ya la serenata!
Corrían malos
vientos por el patio de Monipodio.