miércoles, 24 de diciembre de 2014

FAUNA IBÉRICA


(Homenaje a Félix Rodríguez de la Fuente y a Ramón del Valle-Inclán)
 
Esmeralda empezó a tocar el pandero en un rincón del patio de Monipodio, interrumpiendo la sacrosanta siesta del Augusto.
– Dile que deje de tocar el puto pandero – pidió el Augusto a uno de sus tiralevitas.
Se lo dijo, y Esmeralda aporreó con más fuerza.
– Que dice que si necesita usía a alguien para alcaldesa, aquí la tiene a ella para lo que mande – informó el tiralevitas a la superioridad.
El Augusto refunfuñó por lo bajini. Lenguas de doble filo le habían contado que Esmeralda se probaba a hurtadillas trajes de lentejuelas, se enharinaba la cara para ver qué tal se veía en el espejo, y se pintaba con rimmel un gran acento circunflejo en el lugar de la ceja izquierda. En eso se diferenciaba del Augusto, que se pintaba la ceja al carboncillo.
– Es una hideputa de su puta madre, pero no se puede negar que tiene clase – había comentado con admiración renuente la gitana María de la O al saber lo del rimmel.
– ¿Clase? ¿A eso le llamas tú clase, hija mía? Ja, ja y ja – rio sin ganas la Lola de las Coplas, que tenía pujos de sangre azul y rebuscaba en los libros de heráldica títulos de nobleza que le cuadraran siquiera remotamente.
– Preguntadle qué se le ha perdido en una alcaldía que tiene más trampas que la sacristía de una parroquia del extrarradio – se animó el Augusto. Se había levantado del sofá y empezado a bracear un simulacro de tabla de ejercicios gimnásticos. Total, la siesta ya estaba echada a perder y Esmeralda tocaba el pandero cada vez con más ganas.
El lance estaba claro como el agua, para él. La Esmeralda buscaba un trampolín desde el que asaltar la mismísima poltrona del Augusto, obtenida con tanto esfuerzo, y le daría la lata sin parar hasta conseguirlo. Al Augusto no le gustaba la libre competencia, un invento importado de la Ingalaterra por don Adán Smith junto a los ferrocarriles, las máquinas de tejer, las encuestas de opinión y otros inventos diabólicos. La Esmeralda, en cambio, era una moderna que se pirraba por todas las novedades. Y ahora ella veía una ocasión de medrar, porque los negocios del Augusto llevaban un trantrán menos que mediano desde que más de dos y de tres cortabolsas de los que le rendían su parte de los beneficios andaban sometidos a curas de reposo forzosas en balnearios públicos tales como los del Puerto, Ocaña o Can Brians.
El pandero sonaba y sonaba sin parar. Al Augusto le subió la mostaza a la nariz y gritó destemplado:
– ¡Decidle alguien a esa zorra que entre y discutimos lo de la alcaldía de una vez, pero que nos alivie ya la serenata!
Corrían malos vientos por el patio de Monipodio.