Entró Don Trapazas
a la sala de la reunión, y los circunstantes lo saludaron apartando por unos
instantes los pañuelos perfumados con los que se cubrían delicadamente las
narices. Venía el hombre de humor tempestuoso.
– Ahí fuera huele a
caca – dio un vozarrón para que todos lo oyeran.
– Lo hemos notado –
respondió un tiralevitas con voz nasal.
– ¿Seguro que no es
cosa tuya? ¿No has pisado una catalina? ¿Te has mirado bien el fondillo de los
calzones? – se insolentó irónico un tertuliano de la tendencia del apoyo
crítico.
– No y no. No hablo
de mí. De mi caca no se puede hablar porque está sub judice y es secreto de sumario. Además, mi caca a mí no me
molesta. Ya lo dice el refrán: «A nadie le jié su peo.» Me vengo a referir a
que hay alguien que va de Don Limpio y también jié.
Cruzaron miradas de
entendimiento los presentes, sin dejar de pinzarse la nariz. El Augusto, cara
enharinada y vestido de lentejuelas, abandonó su habitual aire ausente y se decidió
a jalear a Don Trapazas:
– Bien dicho,
Rafael. ¡Envidia es lo que hay!
– Y muchas ganas de
chingar la marrana – puntualizó enfática la gitana Santa María de la O.
Doña Coplas Das no
quiso ser menos y sentenció puesta en jarras, desafiante, los nardos apoyaos a
la cadera:
– La “corrución” de
la clase política es la misma que hay en la “sociedá”. Aquí naide ha inventao
ná.
Hubo un murmullo
general de asentimiento, pero también de incomodidad porque el tufo insidioso
se acentuaba. Por fortuna aparecieron varios sirvientes y circularon por entre
los grupos ofreciendo abanicos, cortesía de Bankia.
Dijo la sartén al
cazo: quita allá, que tiznas.