La Fundación 1 de
Mayo publica un informe dedicado al postfordismo, que consta de dos partes
diferenciadas: la primera es la introducción de Giorgio Cremaschi (traducción
de Javier Aristu) a la gran encuesta realizada por la FIOM, la Federación
metalúrgica de la CGIL, en 2007 a cerca de 100.000 metalúrgicos italianos; la
segunda, primera en la exposición, es una reflexión en clave española a los
comentarios de Cremaschi, redactada por el propio Aristu, Máximo Blanco y Bruno
Estrada. Se trata, visto el informe en conjunto, de palabras mayores, aunque solo
se publica la introducción a la encuesta y no los resultados completos de la
encuesta misma.
Convendría, desde
luego, como señalan Aristu, Blanco y Estrada, cruzar esa muestra con las que
quinquenalmente realiza Eurofound en un entorno más amplio, y llevar a cabo calas
parecidas, aunque no sean tan ambiciosas, en nuestro país, para tener una idea más
exacta de la situación real del trabajo asalariado después de la gran oleada de
innovación tecnológica que lo ha sacudido hasta sus cimientos. Por el
contrario, resultaría temerario desoír la conclusión global que nos presenta
Cremaschi de la experiencia de la FIOM: «…
el
asunto central de esta encuesta es, nos parece, que, a través de la profunda reestructuración
ocurrida en estos veinte últimos años en el sistema industrial y en la
organización del trabajo, se ha consolidado un modelo que se está extendiendo a
toda la sociedad y en el cual la dependencia de las personas, la reducción de su
autonomía real, van acompañadas por la exigencia de una cada vez más convencida
adhesión del trabajador a los procesos cualitativos de la empresa. La suma de
lo viejo y lo nuevo, su contaminación, produce de esta forma un modo de
trabajar infinitamente más estresante y cansado que en el pasado.»
Es «la suma de lo viejo y lo nuevo»,
de lo viejo que se resiste a desaparecer y lo nuevo que pugna por despuntar, lo
que está deteriorando hasta extremos gravísimos la prestación del trabajo
heterodirigido, dice Cremaschi. No sólo la suma, sino su «contaminación». La
rutina del modo viejo de hacer las cosas mantiene al fordismo, obsoleto como
sistema de producción, inamovible en sus posiciones de mando, de modo que las
nuevas necesidades suscitadas por la innovación tecnológica se ven obligadas a deformarse,
reducirse y acomodarse como pueden a una jerarquía inútil y sin sentido, pero
que se sobrevive a sí misma como un zombi, y que es más dañina que un zombi.
El gran problema en este conflicto
estructural, un problema que se extiende ya a lo largo de demasiado tiempo sin
visos de encontrar un desenlace, es, como bien señalan Aristu, Blanco y
Estrada, la invisibilidad de las
condiciones reales de trabajo para una izquierda política excesivamente
pendiente de las instituciones. Ese es precisamente el foso que se ha ido
ensanchando y profundizando en estos años entre la esfera política y el
universo del trabajo. El deterioro progresivo de éste ha ido acompañado por una
levitación cada vez más pronunciada de aquélla, que ha insistido con
reiteración en atisbar horizontes lejanos desde la torre del homenaje para no
tomar nota de lo que estaba ocurriendo en el foso de los cocodrilos.
El sindicato, por su parte, se ha
cerrado en la defensa de lo viejo sin entrar – sin comprender a fondo, tal vez –
las potencialidades de lo nuevo. No es malo defender las viejas tutelas,
Cremaschi lo apunta, porque siguen siendo necesarias en la situación enredada y
conflictiva que se vive de puertas adentro de los ecocentros de trabajo
(utilizo un término habitual en los escritos de JL López Bulla, y que me parece
útil y expresivo). Las culpas del sindicato se sitúan en otro frente: en la
excesiva pasividad ante el nuevo modo de conformarse la organización de los
sistemas de la producción y los servicios. Se ha dejado la iniciativa durante
demasiado tiempo a las instancias empresariales, dejando que estas hagan “su
agosto”; cuando en el terreno de la organización del trabajo, los trabajadores
y sus sindicatos tienen mucho que decir, mucho que defender, mucho que
combatir.
Una mala rutina ha orientado tradicionalmente
las reivindicaciones de los sindicatos de forma casi exclusiva hacia las
cuestiones relacionadas con la redistribución de la riqueza. El terreno
privilegiado de confrontación ha sido la compensación dineraria o en servicios
sociales por las penalidades sufridas en el puesto de trabajo. Eso ahora no
basta. No ha bastado nunca en puridad, como lo puso de relieve Bruno Trentin a
lo largo de toda su trayectoria como sindicalista, como jurista y como pensador
político; pero ahora menos que nunca, porque nos encontramos en un nuevo
paradigma, y ese paradigma, manipulado y deformado hasta quedar convertido en
una caricatura de relación laboral, se está haciendo pesar sobre las espaldas de
los trabajadores con alevosía e impunidad, desde unas posiciones de partida desiguales
e injustas.
Una vez puesto en claro que la condición
concreta de los trabajadores puertas adentro de las empresas no van a resolverla
las próximas elecciones, la palabra en este terreno corresponde a los
sindicatos. A la autoridad, a la autonomía, a la combatividad de los sindicatos
democráticos.