En apenas siete
días van a tener lugar las elecciones a la presidencia de la CEOE. Los dos
aspirantes al cargo, Juan Rosell y Antonio Garamendi, han expuesto en público sus
respectivos programas, en cuya comparación, por cierto, no se perciben grandes diferencias.
No se aprecia en este caso que uno de ellos proponga un tipo de medidas más
conservadoras, y el otro apunte un talante más progresista o innovador. Lo que
se lleva esta temporada es el pensamiento único, de modo que ambos programas exhiben
ese sesgo inconfundible que marca la línea predominante no solo en nuestras organizaciones
patronales sino por extensión en nuestros estamentos políticos acomodados y en
los institutos internacionales más renombrados relacionados con la economía y
las finanzas.
El empresario, se
argumenta, tiene una función social esencial puesto que es él quien crea
puestos de trabajo. En compensación a tanta beneficencia, debe dársele «más libertad»
en cuanto a la organización concreta de ese trabajo que crea y de su
retribución. Es imprescindible desregular la negociación colectiva. Las reivindicaciones
de los trabajadores asalariados y sus sindicatos, y en general la situación en
la que quedan aquellos dentro de la empresa, importan poco a estos efectos, y
lo que puedan alegar es irrelevante puesto que ellos no crean los puestos de
trabajo sino que los ocupan, son los “beneficiarios”. Desde su atalaya el
empresario no percibe que sea preciso poner puertas al campo de «su» propia libertad
porque esta pueda chocar con las libertades de otros. Ni que existan unas líneas
rojas imposibles de traspasar sin perjuicios gravísimos para la contraparte.
¿No queremos puestos de trabajo? Pues ahí van puestos de trabajo: con más
flexibilidad de jornada, más movilidad funcional, más horas extra, y un peso mayor
de la parte variable de la retribución, en función de objetivos. Lo que quiere
decir ligar los salarios a la productividad. Pero atención al matiz que introduce
Garamendi: a una productividad no solo de la compañía en su conjunto sino
particularmente de cada puesto de trabajo. (Explíquenme ahora cómo se cuantifica
en los resultados de una empresa la productividad personal y particular de cada
uno de sus trabajadores asalariados. Dicho de forma cruda, lo que está proponiendo
el aspirante a Gran Patrón es institucionalizar el mobbing.) Ambos a una piden, además, más (¿más?) contratos temporales
y a tiempo parcial, más (¿más?) facilidades para el despido, y más rebajas de
impuestos y de cotizaciones. Garamendi de nuevo no quiere quedarse a medias y pide
que se rebajen los costes «laborales, fiscales, energéticos, sociales o de
cualquier otro tipo.»
Uno puede preguntarse
en dónde queda la pretendida función social del empresariado si se aceptan
todas esas exigencias. O yendo un poco más lejos, qué entiende la cúpula de los
empresarios por «sociedad». La estamental del Antiguo Régimen, posiblemente. La
de antes de las revoluciones burguesas y de la puesta en circulación como
moneda corriente de conceptos tales como los de ciudadanía, democracia,
igualdad y constitución.
En esa orgía desreguladora
se diría que aflora un nuevo adanismo: que tanto Rosell
como Garamendi conciben al empresario como un
hombre de espíritu pionero, en lucha con la naturaleza salvaje, abriendo
senderos en la jungla virgen, solos él y su estrella errante en medio de peligros
y asechanzas.
No es así. Ninguno
de los dos candidatos se olvida de pedir a papá Estado la regulación concreta y
severa de un peligroso elemento destructor de la convivencia que consideran deplorablemente
extendido: el derecho de huelga.