En un mapa político
fragmentado, ausentes en casi todas partes las mayorías suficientes y no
digamos ya las absolutas, los pactos de gobierno y/o de investidura se están configurando
como una especie de “segunda vuelta” capaz de modificar de forma significativa
los resultados electorales.
Por lo que se va
viendo, el PP por la derecha y Podemos por la izquierda se verán
infrarrepresentados en los gobiernos autonómicos respecto de los votos reales
que obtuvieron; en tanto que PSOE y Ciudadanos se encuentran en la posición
contraria: los pactos van a darles una influencia mayor de la que les concedió el
veredicto de las urnas.
Son gajes del
oficio de la política, y de nada vale quejarse. El PP pagará caro el delirio de
grandezas de haberse identificado con el estado, con la nación, con la mayoría
silenciosa, con el altar y el trono, durante un cuatrienio no solo difícil en
sí mismo, sino en el que ha actuado con una prepotencia, un talante despótico y
una torpeza que difícilmente serán olvidadas. Podemos nació con la vocación rupturista
de propiciar un vuelco total en el tablero político y se ha quedado menos que a
medias, de modo que es normal que en el vodevil actual de pactos coyunturales no
se mueva con la flexibilidad de cintura de otros candidatos más hábiles en la
filigrana. Por paradoja, sus mejores éxitos se encuentran en lugares donde no
se ha presentado con sus siglas.
En el otro platillo
de la balanza, el PSOE ha dado un desmentido a quienes lo consideraban un
caballo muerto después de la debacle de 2011. Sus resultados en las urnas no
han sido especialmente buenos, pero sus muchas segundas posiciones lo han dejado
en la situación de interlocutor indispensable para cualquier solución de
gobierno posible.
Y queda el caso de
Ciudadanos. El partido liderado por Albert Rivera ha sido el peor parado en las
urnas de los cuatro de cabeza. En varias autonomías sus diputados electos
resultan irrelevantes para la conformación de mayorías de gobierno. Sin
embargo, ha sido capaz de dar dos buenos bocados: se ha anticipado a todos para
respaldar a la socialista Susana en Andalucía, y a la popular Cristina en
Madrid. No ha visto incoherencia en esa doble opción, y tampoco lo ha hecho
nuestro benemérito periódico global, “El Statu Quo”, que esta mañana le ha
dedicado un editorial laudatorio titulado “Dejar gobernar”.
Se alaba de Rivera
su pragmatismo, su campaña firme en favor de la limpieza de la política de corruptos,
y su capacidad para orientarse tanto hacia la izquierda como hacia la derecha
en función de las complejidades de las mayorías y las minorías presentes en
cada lugar concreto. Pero si examinamos las cosas un poco más de cerca, veremos
algo más. Es un valedor, sí, del viejo bipartidismo, y ha repartido sus favores
entre las dos opciones. Pero ahí están plantadas sus líneas rojas. “Sí” a
Susana y a Cristina, “No” a Ada y a Manuela. En ningún territorio donde podía
ayudar a Podemos o a otras fuerzas de izquierda a conformar una alternativa, lo
ha hecho tampoco.
Ni lo hará. Su
único esfuerzo para rechazar la etiqueta de marca blanca del PP ha consistido
en prestar apoyo, puntual y desde fuera, al otro polo del establishment
político anterior. Más allá no irá. Estamos hablando de una opción
característicamente “de orden”, sin un proyecto propio y sin pretensión de
ocupar las candilejas de la escena, sino más bien de permanecer en sfumato, en disposición de echar una
mano cuando interese, por los alrededores de los lugares donde se cuecen las
habas.
Algunos
comentaristas políticos comparan a Ciudadanos con la UCD de Suárez. Hay alguna
posible analogía, del todo secundaria, en la forma de construir de la nada y en
tiempo récord un partido de aluvión. Las personalidades de los dos políticos,
en cambio, no pueden ser más diferentes. Adolfo Suárez fue ambicioso, atrevido,
seductor, magnético. Lideró el cambio desde la caverna hasta la democracia. Concibió
un plan y se sintió a gusto explicándolo a la nación en intervenciones
televisadas que tuvieron una repercusión en la ciudadanía no igualada hasta el
presente. Echó pulsos a todo el que se le puso por delante. Los ganó o los
perdió, eso es otra cosa, pero los peleó.
Compárenlo ustedes
con el discreto encanto y la ambigüedad sonriente de Albert Rivera en sus
apariciones mediáticas, y saquen ustedes mismos sus conclusiones.