En los tiempos en
los que el PSOE era hegemónico en España y Jordi Pujol vicerreinaba en
Cataluña, en el PSUC abordamos la campaña para unas elecciones autonómicas bajo
el lema «Hi ha una altra Catalunya»,
hay otra Cataluña.
No recuerdo en qué
lugar intervine en un mitin de barrio, al aire libre: puede que fuese en Ciutat
Badia, o en Rubí. Conté que por detrás de las bambalinas del Palau de la
Generalitat iluminado por los focos de los medios, piquetes de trabajadores de
dos fábricas textiles de Sabadell sujetas a expediente de suspensión de pagos
hacían guardia toda la noche delante de las puertas para evitar que los
subasteros se llevaran la maquinaria y la vendieran como chatarra.
Eran los tiempos de
la Cataluña feliz, un “oasis” de concordia y unanimidad en contraste con las
divisiones y las broncas carpetovetónicas de la otra orilla del Ebro; tiempos en que la
acendrada visión estratégica de nuestro president
conseguía del Estado año tras año las más altas cotas de financiación jamás
conocidas en nuestra historia como nación; en que nuestra entrañable televisión
autonómica entretenía las noticias con las proezas de los castellers y los
concursos de gossos d’atura en la Vall d’Aran, para evitarnos el amargo
conocimiento de lo mal que andaba todo más allá de las fronteras de casa nostra.
La situación ha
cambiado, los greuges (agravios) se
perciben ahora como insoportables y todo se vuelve tensar la cuerda para dar el
gran salto desde un autogobierno insatisfactorio a una independencia portadora
de bendiciones mayormente de orden económico. En este proceso también resulta
poco menos que obligatoria la unanimidad: Catalunya como quintaesencia depurada
por siglos de opresión y de historia reivindicativa contumaz. El hecho de que
tal unidad quintaesenciada no tenga nada que ver con la realidad palpable de
todos los días, es lo de menos. De nuevo se levanta el decorado de una Cataluña
oficial de cartón piedra en el escenario, mientras por detrás de las bambalinas
circulan una realidad y una historia diferentes.
Tensar la cuerda de
ese modo tiene consecuencias. Hace unos días sostenía Raül Romeva, ex eurodiputado,
que Catalunya está partida en dos, entre los demócratas y los no demócratas. Se
trata de una verdad del barquero, tan cierta como la de que puede establecerse
una división entre quienes tienen trabajo y quienes no, quienes comen tres
veces al día y quienes no, quienes tienen o no tienen medios para pagar el
alquiler de la vivienda o las medicinas prescritas que no entran en la lista
del seguro. La distorsión de Romeva consiste en sugerir que el hecho esencial
en la vida de Cataluña es el procès, y
que quienes lo defienden son demócratas, y quienes no, no.
Una falsedad que pertenece al mismo orden que los viejos sermones de l’avi
Pujol, en la medida en que considera como Cataluña solo aquello que aparece a la luz de los focos
mediáticos, y se olvida de todo lo que existe más allá del escenario. Hay,
ciertamente, una Cataluña democrática y otra que no lo es, pero las fronteras
entre una y otra son transversales al procès.
Porque ni Cataluña se reduce al procès,
ni el procès define la identidad de
Cataluña.
Hay una prueba del
algodón de lo que estoy diciendo, y resulta bastante penosa de contar. El escritor y
enigmista Màrius Serra estaba sentado el otro día en una terraza de la Rambla,
y escuchó casualmente cómo otro escritor, Ferran Toutain, hablaba en la mesa
vecina con una editora, en contra de la independencia. Serra se hizo un selfie
en el que aparece al fondo la pareja que conversa, y tuiteó las opiniones
expresadas por Toutain, la foto y algún comentario de condena de las posiciones
“anticatalanas”.
La democracia no es
nada si no respeta las opiniones contrarias. Lo que hizo Serra – que luego ha
pedido perdón, como viene a suceder con frecuencia a quienes son más rápidos en
oprimir las teclas del tablet que sus propias neuronas – es calificable como de
antidemócrata; peor aún, de espía y de delator ante una comunidad marcada por
el estigma de la intransigencia.
Si en alguna
efemérides histórica la nación catalana llega a alcanzar la independencia,
roguemos porque no sea “esa” independencia. Si llega a tener un Estado propio,
conjurémonos todos porque no sea “esa” clase de Estado.