Lo contó Tucídides, en La
guerra del Peloponeso. El ejército espartano se había desplegado frente a
los muros de Atenas, la juventud de las dos ciudades griegas más poderosas
estaba impaciente por combatir, flotaba en la atmósfera la expectación y la
incertidumbre. «Hellás ápasa metéoros in»,
toda Grecia estaba en el aire, en vilo.
Pedro
Olalla, helenista,
escritor, cineasta, ha dado ese título, Grecia
en el aire, a un libro (Acantilado, Barcelona 2015) escrito entre 2010 y
2014, cuando Grecia volvía a estar en vilo, prendida de una amenaza directa a
su propia existencia. Es un paseo sugerente por las piedras de la vieja ciudad,
madre de la democracia, desde la Colina de las Ninfas (capítulo primero) hasta
la plaza Sintagma (último capítulo). Cada parada del recorrido da pie a una
reflexión in situ sobre las
instituciones que se dieron a sí mismos los atenienses y sobre el significado
que aún conservan veinticinco siglos después y en unas circunstancias
diametralmente distintas.
Grecia está en el
aire; está en el aire Europa, también. Solo la ignorancia sumada a la
prepotencia puede considerar como una solución factible a un problema de deuda
financiera la humillación deliberada y prolongada de un pueblo y eventualmente
su separación, como si se tratara de la rama podrida de un árbol que solo podrá
reverdecer cuando aquella haya sido amputada.
Es justo al revés.
Dejad caer a Grecia y caerá con ella Europa, un sueño colectivo hecho añicos en
el suelo. La imagen más dolorosa de las noticias de ayer ha sido la de Tsipras sentado a la mesa entre Hollande y Rajoy, que
ponen cara de decir a los espectadores potenciales: “no se confundan, nosotros
no tenemos nada que ver con este señor.”
La falta de empatía
entre los gobiernos ha sido unánime, escenificada por un alumnado dócil a la
férula de la maestra señorita Rottenmerkel. Los
buenos discípulos recibirán las bandas de honor, lo malos las orejas de burro y
una hora de castigo cara a la pared. Al final, habrá medidas provisionales de
gracia y se admitirán a trámite las mismas medidas que Grecia había presentado
por cuatro veces hace ya meses, y que entonces no fueron consideradas ni
estudiadas por mor de una escenografía presidida por la desigualdad rampante:
el desprecio de los ricos, la humillación permanente de los pobres.
Esto no es una
Unión Europea, perdonen; es una mierda pinchada en un palo. Una mierda de un
volumen considerable, un palo pringado en toda su longitud.
Donde los gobiernos
han agachado la cabeza frente al poder monetario, los pueblos deben hablar.
Suscribo en todos sus términos el llamamiento de mi amigo José Luis López Bulla (1) a alzar la visual más allá
de las perspectivas aldeanas y defender en la calle lo que, por ser de nuestros
hermanos griegos, es nuestro también.
No basta un
aplazamiento de la sentencia, una prórroga de los plazos taxativos, un leve
endulzamiento de las condiciones draconianas que insufle en las bolsas europeas
el optimismo de que todo va a acabar «bien». ¿Bien? Se están abriendo llagas y
heridas cada día más difíciles de resanar; se está tratando como parias a
quienes tienen estatuto de iguales en una empresa común. O se asientan desde sus
fundamentos los pilares de una nueva Europa democrática y solidaria, o toda la
verborrea que reproducen hoy los periódicos no pasará de la categoría de los
paños calientes para un paciente en estado terminal.