Tuve la oportunidad
de ver la final de la Copa del Rey de fútbol por televisión, desde un pueblo de
la sierra madrileña y rodeado por familiares de tres generaciones sucesivas. El
himno previo al inicio del partido no se oyó en el aparato. No es que no lo
oyera yo, lo cual tendría una explicación lógica dadas mis muy notorias
deficiencias auditivas; es que no lo oyó nadie, quedó ahogado debajo de una
fenomenal pitada.
Debo decir que la
pitada dolió a la mayoría de los reunidos. No hubo comentarios ni condenas
expresadas, quizá porque habíamos algunos catalanes presentes. Pero las caras
eran de circunstancias.
Tuve una conciencia
aguda, en aquella experiencia no buscada por mí, espontánea por consiguiente, de
mi falta de implicación personal en el asunto. Vibré con el gol de Messi, di
incluso grandes voces (nada de particular, ni siquiera original: “¡Madre mía,
madre mía!”, un desahogo). No vibré con los pitos al himno, no me sentí identificado
con ellos, y menos aún habría vibrado de haber sido audibles las notas
consabidas del tararí marcial. Pitar un himno es reconocerlo de alguna manera. No
me reconozco en lo que quiere representar el himno de rigor, sea ello la
monarquía, o la milicia, o el gobierno de la nación, o un intangible llamado
patria.
El himno de España
no tiene letra, pero la letra subyace en estos artilugios a los tachines
musicales. No hace falta recordar la letra que le puso don José María Pemán y que tuvo un carácter cuasi oficial
en el régimen anterior. Veamos en cambio la de otro himno, el de la infantería,
que no anda lejos de la antigua Marcha Granadera o Marcha Real en lo que se
refiere a vibraciones patrióticas: «Ardor
guerrero vibra en nuestras voces, y de amor patrio henchido el corazón,
entonemos el himno sacrosanto del deber, de la patria y del honor.»
Me detengo aquí, pero advierto de que lo que viene
después es peor. Solo dejo constancia de una pequeña perla para que ustedes la
paladeen demoradamente: «Y por verte
temida y honrada contentos tus hijos irán a la muerte.» Me pregunto si
alguien aún, fuera de los cuartos de banderas, se sentirá identificado con esas
estrofas. Cuando yo hice la mili, las cantábamos a voz en cuello.
Quizás es hora ya
de renovar el repertorio y de modular un poco las connotaciones de nuestros
himnos. Reponer el vestuario, sacudir las ideas para eliminar la capa de polvo,
actualizar la prosa como acaba de hacer Andrés
Trapiello con el Quijote.
Propongo al
magnífico autor de Manzaneda de Torío que actualice de urgencia los siguientes
versos, de Pedro Calderón de la Barca: «Al rey la hacienda y la vida / se ha de
dar, pero el honor / es patrimonio del alma, / y el alma solo es de Dios.»
No es que las
palabras, tomadas una a una, no se entiendan. Es que nadie en el país actual
sabe de lo que le están hablando si le dicen por ejemplo que el honor es
patrimonio del alma. “Me explique de qué va”, sería la respuesta más común.
En cuanto a la
primera proposición calderoniana, o sea «Al
rey la hacienda y la vida se ha de dar», sin duda es un ejemplo señero de las
tradiciones más rancias y acrisoladas de nuestras instituciones municipales
(para el caso, la Zalamea regida por Pedro Crespo), pero yo no aconsejaría a
los poderes públicos someterla a referéndum. No digo en Catalunya ni en
Euskadi, me refiero a la España España, a la España cañí. Los resultados serían
totalmente previsibles.
Entonces, mejor
pongamos los himnos en su justo lugar, y mantengamos todos la serenidad en
estos asuntos. Que no llegue la sangre al río.