lunes, 1 de junio de 2015

PITAR LOS HIMNOS


Tuve la oportunidad de ver la final de la Copa del Rey de fútbol por televisión, desde un pueblo de la sierra madrileña y rodeado por familiares de tres generaciones sucesivas. El himno previo al inicio del partido no se oyó en el aparato. No es que no lo oyera yo, lo cual tendría una explicación lógica dadas mis muy notorias deficiencias auditivas; es que no lo oyó nadie, quedó ahogado debajo de una fenomenal pitada.
Debo decir que la pitada dolió a la mayoría de los reunidos. No hubo comentarios ni condenas expresadas, quizá porque habíamos algunos catalanes presentes. Pero las caras eran de circunstancias.
Tuve una conciencia aguda, en aquella experiencia no buscada por mí, espontánea por consiguiente, de mi falta de implicación personal en el asunto. Vibré con el gol de Messi, di incluso grandes voces (nada de particular, ni siquiera original: “¡Madre mía, madre mía!”, un desahogo). No vibré con los pitos al himno, no me sentí identificado con ellos, y menos aún habría vibrado de haber sido audibles las notas consabidas del tararí marcial. Pitar un himno es reconocerlo de alguna manera. No me reconozco en lo que quiere representar el himno de rigor, sea ello la monarquía, o la milicia, o el gobierno de la nación, o un intangible llamado patria.
El himno de España no tiene letra, pero la letra subyace en estos artilugios a los tachines musicales. No hace falta recordar la letra que le puso don José María Pemán y que tuvo un carácter cuasi oficial en el régimen anterior. Veamos en cambio la de otro himno, el de la infantería, que no anda lejos de la antigua Marcha Granadera o Marcha Real en lo que se refiere a vibraciones patrióticas: «Ardor guerrero vibra en nuestras voces, y de amor patrio henchido el corazón, entonemos el himno sacrosanto del deber, de la patria y del honor.»
Me detengo aquí, pero advierto de que lo que viene después es peor. Solo dejo constancia de una pequeña perla para que ustedes la paladeen demoradamente: «Y por verte temida y honrada contentos tus hijos irán a la muerte.» Me pregunto si alguien aún, fuera de los cuartos de banderas, se sentirá identificado con esas estrofas. Cuando yo hice la mili, las cantábamos a voz en cuello.
Quizás es hora ya de renovar el repertorio y de modular un poco las connotaciones de nuestros himnos. Reponer el vestuario, sacudir las ideas para eliminar la capa de polvo, actualizar la prosa como acaba de hacer Andrés Trapiello con el Quijote.
Propongo al magnífico autor de Manzaneda de Torío que actualice de urgencia los siguientes versos, de Pedro Calderón de la Barca: «Al rey la hacienda y la vida / se ha de dar, pero el honor / es patrimonio del alma, / y el alma solo es de Dios.»
No es que las palabras, tomadas una a una, no se entiendan. Es que nadie en el país actual sabe de lo que le están hablando si le dicen por ejemplo que el honor es patrimonio del alma. “Me explique de qué va”, sería la respuesta más común.
En cuanto a la primera proposición calderoniana, o sea «Al rey la hacienda y la vida se ha de dar», sin duda es un ejemplo señero de las tradiciones más rancias y acrisoladas de nuestras instituciones municipales (para el caso, la Zalamea regida por Pedro Crespo), pero yo no aconsejaría a los poderes públicos someterla a referéndum. No digo en Catalunya ni en Euskadi, me refiero a la España España, a la España cañí. Los resultados serían totalmente previsibles.
Entonces, mejor pongamos los himnos en su justo lugar, y mantengamos todos la serenidad en estos asuntos. Que no llegue la sangre al río.