El machismo
rampante está de enhorabuena: tres altos responsables públicos de actividades
muy diferentes han dejado en los últimos días el testimonio inapreciable de su
desdén hacia lo que sin duda siguen considerando – en la intimidad – el “sexo
débil”. Sus declaraciones resultan aleccionadoras. Las reproduciré sin dar sus
nombres, siguiendo la máxima piadosa de decir el pecado pero no el pecador.
Primero tenemos a
un alto cargo deportivo internacional. Se está celebrando el Campeonato Mundial femenino
de fútbol, y la organización recibió varias quejas. La más importante se
refería a los campos de juego, de césped artificial, algo que jamás se ha
tolerado en las competiciones masculinas de primer nivel. Otras críticas se
centraban en los alojamientos, los medios de transporte, etc.,
todo ello de calidad cuestionable. Cuando fue informado del asunto, el
antedicho mandatario vino a decir lo siguiente: «No estoy dispuesto a gastar
más dinero para cuatro lesbianas.»
Uno se pregunta qué
relación tienen las preferencias sexuales con las condiciones de un evento
deportivo. Queda también por averiguar si la actitud del gerifalte habría
cambiado en el caso de que las lesbianas fueran veintisiete, por poner un ejemplo,
en lugar de cuatro. La consecuencia principal de la tremolina no ha sido la
mejora de las instalaciones, sino que se haya implantado en los Campeonatos un
control de sexo de las participantes. Como quien dice, una humillación añadida.
Por cierto, las
chicas de la selección española se han clasificado por primera vez para una
competición de esta categoría. Es una ocasión histórica, aunque la atención de
los medios nacionales prefiera detenerse en otros asuntos. Desde aquí les deseo
a todas que lleguen lo más lejos posible en esta fantástica aventura.
El segundo caso es
el de un científico, galardonado años atrás con el premio Nobel de su
especialidad. En el curso de una conferencia, explicó así las complicaciones
que trae la convivencia de personas de los dos sexos en un laboratorio: «Yo me
enamoro de ellas, ellas se enamoran de mí, y si las critico, lloran.»
Un científico
debería ser más preciso en sus afirmaciones. Este en concreto ha universalizado
conductas que afectan seguramente a “algunas” mujeres, no a “todas” las mujeres
como género. Se habrá enamorado de algunas, algunas se habrán enamorado de él,
y algunas se habrán echado a llorar al oír sus críticas. Otras, no, pondría la
mano en el fuego. Si en lugar de mujeres habláramos de varones en el
laboratorio, y limitándonos a las llantinas para no entrar en honduras de un orden
distinto, seguro que también algunos le han llorado. Y otros no. El lagrimeo no
es exclusivo de la condición femenina.
Lo que sí es seguro
es que, dado el caso de una jefa y un subordinado varón, este (salvo remotas
excepciones) no se echará a llorar si aquella le critica su trabajo. Va en ello
el orgullo viril. También es prácticamente seguro que más de uno reaccionará a
la reprimenda comentando luego con los compañeros: «Lo que está necesitando esa
guarra pedorra es un buen polvo.» Las cosas de la vida, no nos hagamos
ilusiones, son así, nos gusten o no nos gusten.
El tercer caso es
el de un alcalde que perdió recientemente las elecciones. En una entrevista le
preguntaron cómo pensaba que lo haría la cabeza de lista de la opción ganadora,
una mujer. Y él contestó: «Supongo que lo hará bien, porque es muy mandona.» El
machismo en este caso es un poco más sutil: se basa en la apreciación subyacente
de que lo natural en cualquier terreno de lo público es que quien mande sea un
varón, y no una mujer, dado que la mujer (por lo menos la mujer como dios
manda) es sumisa por naturaleza.
Cierto que el hombre
podía además sentirse algo escocido por el hecho de que su previsible sucesora
le había obligado a paralizar la firma de cuatro grandes contratos municipales,
que él pretendía ultimar aprovechando el tiempo en que seguía aún de alcalde en
funciones.
Queridas compañeras
feministas, ¡cuánto trabajo aún por hacer!