Después de muchos
años de vivir en mis carnes la pasión del fútbol, un día llegué a advertir que
se trata de una pasión inútil, como predica el señor Sartre
del hombre mismo. Pero anoche, después de aquel diabólico disparo de Neymar en una diagonal inverosímil, fuera del tiempo reglamentario
y fuera casi también del espacio tridimensional, sentí por un momento que los
humanos somos capaces de todo y que ningún objetivo, por alto que sea, se sitúa
más allá de nuestras fuerzas.
Me costó tiempo
(quizás un segundo, calculo; quizás medio) darme cuenta de que en realidad ni
yo ni el “nosotros” en el que pensaba habíamos hecho nada en aquel trance, y
todo era cosa de los once barbianes que corrían (¡con cuánto acierto!) por el
césped, y de otro más que, vestido de traje oscuro y corbata, les daba ¡cuán sabias!
indicaciones desde una de las bandas.
Observé entonces
unas chispitas de luz en los ojos del brasileño que acababa de sentenciar la
partida. Neymar estaba viviendo un momento
álgido en su carrera. Aquí solemos pensar en el mundial de selecciones como lo
más de lo más, pero en Brasil las jerarquías son diferentes. Allí cientos
de futbolistas han ganado por lo menos un mundial, y veintenas lo han
hecho en más de una ocasión. El título de la Champions es distinto, está
reducido a un círculo restringido y selecto de futboleros emigrados en busca de
fortuna a otros horizontes. Pelé no tiene
ninguna copa de Champions en su historial. Y ahora Neymar había ganado una.
En Atenas, mi nieto
Mijail también observó las lágrimas de Neymar. Mijail tiene ocho años. El
fútbol como espectáculo no le dice absolutamente nada, como chico sano y listo
que es; pero sí tiene empeño en establecer clasificaciones sólidas y calibrar valores relativos
precisos. Hace pocos años alguien le dijo que España era el número uno en
fútbol, y Andrés Iniesta el mejor jugador. Llevó
durante un tiempo una camiseta azulgrana con el nombre de Iniesta en el dorsal,
y cuando alguien le decía «qué guapo vas con la camiseta del Barsa», él se
rebotaba: «Del Ba’sa no, de Inietta.»
Esto de las
jerarquías, de quién está delante y quién a la cola en las batallas de la
historia, es una cuestión importante para un niño. Si fue superior César a Pompeyo, Aquiles
a Héctor, Montgomery a Rommel.
Un niño necesita comprender que si alguien ganó fue porque era el mejor, por
una cualidad intrínseca y no por el azar de unas circunstancias aleatorias. En
otro orden de cosas, recuerdo que a mis diez o doce años, cuando llegaba la
semana santa y yo asistía a las lecturas de la Pasión, atormentaba a mis padres
con preguntas de si mandaba más Herodes que Pilatos, si era superior la jerarquía del tetrarca de
Galilea, o la del gobernador romano, o tal vez la de los sumos sacerdotes, Caifás y su “cuñao” Anás.
Quién de ellos, en definitiva, tenía la responsabilidad mayor de aquel
estropicio.
Pero no divaguemos.
Mijail se ha puesto al día y ahora sabe de cierto que lo de España no fue sino
verdura de las eras pero en cambio el mejor club del mundo es el Barsa y el
mejor jugador es, no Iniesta, sino Messi. De
modo que anoche se sentó delante de la tele y se dedicó con una concentración ceñuda
a presenciar el discurso del método a través del cual el Barsa hacía efectiva
su superioridad moral o, lo que es lo mismo, su primacía jerárquica reconocida.
Y al llegar el momento final de la apoteosis, despegó por primera vez los
labios para preguntar:
– ¿Hemos ganado o
hemos perdido?
– Hemos ganado,
Mijail, ¿es que no lo has visto? – le dijo su madre. Y él replicó, señalando los
ojos húmedos de Neymar:
– Entonces, ¿por
qué llora?