Una tradición tan
arraigada que se ha convertido en lugar común asegura que el trabajo (físico,
manual) embrutece al hombre, en tanto que el quehacer cultural (la poesía, la
práctica artística) lo redime. Aristóteles señaló que la filosofía necesita el
ocio como necesario terreno de cultivo, y muchos siglos después Virginia Woolf
reclamó para las mujeres una “habitación propia”, un espacio separado de los
quehaceres cotidianos agobiantes a los que se ven relegadas, como condición para
poder desarrollar sus capacidades creativas. En esta línea, es una convención
aceptada de forma más o menos unánime que el trabajo se sitúa en el terreno de
la necesidad, y la cultura en la esfera de la libertad.
No pretendo quitar
a Aristóteles y a Virginia Woolf la razón sobrada que tienen, sino evitar el
maniqueísmo que supone denigrar el trabajo para ensalzar el ocio creador. Es
exactamente lo que ha hecho a lo largo de la historia una aristocracia
holgazana, una “clase ociosa” o más exactamente gorrona que ha depositado las
tareas productivas en manos de esclavos, siervos, aparceros y servidumbre en
general, reclamando para sí la distinción suprema del consumo suntuario:
música, poesía, pintura colgada de los muros de arquitecturas espléndidas,
gastronomía refinada, campos de pluma para las batallas de amor.
Lo cierto es que
trabajo y cultura son la haz y el envés de una misma realidad vital: el trabajo
sin cultura agobia, la cultura sin trabajo aburre. Una vida humana completa y
armoniosa reclama la presencia de los dos ingredientes.
Es más, trabajo y
cultura no son realidades distintas de raíz. El trabajo como actividad social
(no me estoy refiriendo ahora al trabajo asalariado, al trabajo por cuenta
ajena, esa aberración implantada a partir del dominio despótico de la propiedad
privada) es en sí mismo una forma alta de cultura; consiste en el tratamiento prudente
y la transformación respetuosa de la naturaleza, en beneficio de una colectividad.
Construir un puente, sembrar el cereal en la tierra previamente preparada para
recibirlo, plantar un árbol, ¿puede existir algo más noble, más propiamente humano? Y en la cultura convencional, en
la ciencia de un técnico agrícola o de un ingeniero de caminos, viene a
decantarse el trabajo de muchas generaciones previas. Ahí está la diferencia
crucial entre cultura y capital: la primera es trabajo “decantado”,
quintaesenciado, y por ello vivo; el capital en cambio es trabajo “acumulado”, muerto,
que, en frase de Karl Marx, «al igual que un vampiro solo vive sorbiendo el
trabajo y vive tanto más cuanto más sorbe» (El
Capital, vol. I, cap. 10, sección 1. Transcribo la cita de Víctor Gómez
Pin, Reducción y combate del animal
humano, Ariel 2014, texto en el que se inspiran en buena medida estas reflexiones.)
El objetivo central
de la vieja idea de la emancipación de la humanidad consiste en llevar el
trabajo, en tanto que componente humano específico (solo el hombre trabaja; los
animales – salvo excepciones puntuales y bien conocidas: las abejas, los
castores – no lo hacen por sí mismos, sino solo domesticados y puestos al
servicio del hombre), de la esfera de la necesidad (trabajar para subsistir) a
la de la libertad (trabajo como autorrealización).
En este trayecto ambicioso
la cultura es la compañera inseparable del trabajo, porque se trata de dos
componentes inescindibles de la calidad de lo humano. Un texto de Marx, citado
por Gómez Pin en la obra reseñada más arriba, resume el vértice infinito en el
que irían a confluir y a confundirse las líneas paralelas del trabajo, la cultura
y la libertad: «Cualquiera puede
realizarse en una rama que él desea, la sociedad regula la producción general y
en consecuencia hace posible para mí hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en
la madrugada, pescar en la tarde, criar ganado al anochecer, hacer teoría
crítica tras la cena, exactamente como mi mente decida, sin llegar a ser nunca
cazador, marinero, pastor o crítico.»
Pura utopía, desde
luego. Pura, espléndida, radiante utopía. No nos demos mucha prisa a
descartarla, sin embargo. Las fuerzas de la globalización económica y financiera
han puesto en marcha una utopía de signo contrario. Han empezado por desgajar del
trabajo la cultura del propio trabajo: por convertir la reflexión consciente
del trabajador sobre su tarea en una serie compleja de automatismos, siguiendo
las prédicas del ingeniero Taylor, que alababa la superior competencia laboral
del mono amaestrado por el hecho de que tenía el cerebro limpio de telarañas y
bien dispuesto para atender únicamente a las indicaciones de metrónomos y
cronómetros. De esa forma han degradado el trabajo asalariado, por cuenta
ajena, heterodirigido, y lo han reducido a una actividad deshumanizada, desvinculada
de toda utilidad para la comunidad o la colectividad, tendente solo al objetivo
primario de la subsistencia. Trabajar para cobrar lo justo con que poder comer.
Pero la pretensión de
los poderes económicos va más allá. Ahora le toca el turno a la cultura, y también
la recortan, la condicionan y la someten para hacerla caer de bruces, como su
viejo compañero el trabajo, en el ámbito de la necesidad, en una condición de servidumbre
mendicante y con un horizonte de mera subsistencia.
(Continuará mañana)