viernes, 5 de junio de 2015

SOBRE EL TÁNDEM TRABAJO-CULTURA


Una tradición tan arraigada que se ha convertido en lugar común asegura que el trabajo (físico, manual) embrutece al hombre, en tanto que el quehacer cultural (la poesía, la práctica artística) lo redime. Aristóteles señaló que la filosofía necesita el ocio como necesario terreno de cultivo, y muchos siglos después Virginia Woolf reclamó para las mujeres una “habitación propia”, un espacio separado de los quehaceres cotidianos agobiantes a los que se ven relegadas, como condición para poder desarrollar sus capacidades creativas. En esta línea, es una convención aceptada de forma más o menos unánime que el trabajo se sitúa en el terreno de la necesidad, y la cultura en la esfera de la libertad.
No pretendo quitar a Aristóteles y a Virginia Woolf la razón sobrada que tienen, sino evitar el maniqueísmo que supone denigrar el trabajo para ensalzar el ocio creador. Es exactamente lo que ha hecho a lo largo de la historia una aristocracia holgazana, una “clase ociosa” o más exactamente gorrona que ha depositado las tareas productivas en manos de esclavos, siervos, aparceros y servidumbre en general, reclamando para sí la distinción suprema del consumo suntuario: música, poesía, pintura colgada de los muros de arquitecturas espléndidas, gastronomía refinada, campos de pluma para las batallas de amor.
Lo cierto es que trabajo y cultura son la haz y el envés de una misma realidad vital: el trabajo sin cultura agobia, la cultura sin trabajo aburre. Una vida humana completa y armoniosa reclama la presencia de los dos ingredientes.
Es más, trabajo y cultura no son realidades distintas de raíz. El trabajo como actividad social (no me estoy refiriendo ahora al trabajo asalariado, al trabajo por cuenta ajena, esa aberración implantada a partir del dominio despótico de la propiedad privada) es en sí mismo una forma alta de cultura; consiste en el tratamiento prudente y la transformación respetuosa de la naturaleza, en beneficio de una colectividad. Construir un puente, sembrar el cereal en la tierra previamente preparada para recibirlo, plantar un árbol, ¿puede existir algo más noble, más propiamente humano? Y en la cultura convencional, en la ciencia de un técnico agrícola o de un ingeniero de caminos, viene a decantarse el trabajo de muchas generaciones previas. Ahí está la diferencia crucial entre cultura y capital: la primera es trabajo “decantado”, quintaesenciado, y por ello vivo; el capital en cambio es trabajo “acumulado”, muerto, que, en frase de Karl Marx, «al igual que un vampiro solo vive sorbiendo el trabajo y vive tanto más cuanto más sorbe» (El Capital, vol. I, cap. 10, sección 1. Transcribo la cita de Víctor Gómez Pin, Reducción y combate del animal humano, Ariel 2014, texto en el que se inspiran en buena medida estas  reflexiones.)
El objetivo central de la vieja idea de la emancipación de la humanidad consiste en llevar el trabajo, en tanto que componente humano específico (solo el hombre trabaja; los animales – salvo excepciones puntuales y bien conocidas: las abejas, los castores – no lo hacen por sí mismos, sino solo domesticados y puestos al servicio del hombre), de la esfera de la necesidad (trabajar para subsistir) a la de la libertad (trabajo como autorrealización).
En este trayecto ambicioso la cultura es la compañera inseparable del trabajo, porque se trata de dos componentes inescindibles de la calidad de lo humano. Un texto de Marx, citado por Gómez Pin en la obra reseñada más arriba, resume el vértice infinito en el que irían a confluir y a confundirse las líneas paralelas del trabajo, la cultura y la libertad: «Cualquiera puede realizarse en una rama que él desea, la sociedad regula la producción general y en consecuencia hace posible para mí hacer una cosa hoy y otra mañana, cazar en la madrugada, pescar en la tarde, criar ganado al anochecer, hacer teoría crítica tras la cena, exactamente como mi mente decida, sin llegar a ser nunca cazador, marinero, pastor o crítico.»
Pura utopía, desde luego. Pura, espléndida, radiante utopía. No nos demos mucha prisa a descartarla, sin embargo. Las fuerzas de la globalización económica y financiera han puesto en marcha una utopía de signo contrario. Han empezado por desgajar del trabajo la cultura del propio trabajo: por convertir la reflexión consciente del trabajador sobre su tarea en una serie compleja de automatismos, siguiendo las prédicas del ingeniero Taylor, que alababa la superior competencia laboral del mono amaestrado por el hecho de que tenía el cerebro limpio de telarañas y bien dispuesto para atender únicamente a las indicaciones de metrónomos y cronómetros. De esa forma han degradado el trabajo asalariado, por cuenta ajena, heterodirigido, y lo han reducido a una actividad deshumanizada, desvinculada de toda utilidad para la comunidad o la colectividad, tendente solo al objetivo primario de la subsistencia. Trabajar para cobrar lo justo con que poder comer.
Pero la pretensión de los poderes económicos va más allá. Ahora le toca el turno a la cultura, y también la recortan, la condicionan y la someten para hacerla caer de bruces, como su viejo compañero el trabajo, en el ámbito de la necesidad, en una condición de servidumbre mendicante y con un horizonte de mera subsistencia.

(Continuará mañana)