Milanés, nacido el 8 de noviembre de 1941, militante
temprano en el PCI, en el que desempeñó entre 1975 y 1981 el cargo de
secretario provincial del Milanese. Riccardo Terzi destacó ya en esa época en
el frente cultural, y se hizo notar por sus posicionamientos críticos, siempre razonados y coherentes, que levantaron algunas ampollas ocasionales
entre los defensores orgánicos de la línea política de la dirección del
partido. La paciencia y la ironía (título que dio a una recopilación de ensayos
de contenido político y sindical escritos entre 1982 y 2010) fueron sus armas
en esa esgrima de alta escuela.
Centró su trabajo en la actividad sindical a
partir del año 1983. Fue secretario general de la CGIL de la Lombardía desde
1988 hasta 1994. Desde esta fecha hasta 2003 fue responsable de políticas
institucionales de la CGIL nacional. Volvió a la Lombardía en 2003 como
secretario general regional de la Federación de Pensionistas (SPI-CGIL), y fue
elegido en 2006 secretario nacional de esta entidad. Falleció en la noche del
viernes 11 al sábado 12, víctima de una enfermedad fulminante.
En España es conocido sobre todo a través de
las traducciones hechas por José Luis López Bulla. Un ensayo suyo sobre
«Sindicato y política» dio origen a un animado debate en la blogosfera de habla
española. Quien firma esta nota compuso una versión reducida de un curioso
debate epistolar de Terzi con Fausto Bertinotti publicado en 2014 en Italia
bajo el título de “La discorde amicizia” (“Desacuerdos amistosos” en la versión
española).
Desde el convencimiento de que el mejor
homenaje posible a la talla intelectual y humana de Riccardo Terzi es leerlo, se
ofrece a continuación uno de sus textos más significativos y representativos,
fechado en el año 2005. La traducción es, como de costumbre, de José Luis López
Bulla.
La autonomía del sindicato
Riccardo Terzi
Riccardo Terzi
El principio de la autonomía del
sindicato forma parte, desde hace ya tiempo, de aquel conjunto de fórmulas
ideológicas sobre las que parece que existe un consenso general.
La autonomía no tiene unos
adversarios declarados, pues la opinión más corriente es que se trata de un
problema definitivamente resuelto. Esta es una opinión que me parece
precipitada y superficial. Las representaciones ideológicas tienen una compleja
relación y, con frecuencia, son contradictorias con la realidad; nunca es un
buen método juzgar una determinada realidad social sobre la base de sus
estructuras de autorrepresentación.
La investigación científica es tal
sólo cuando sabe penetrar más allá del velo de las ideologías. Todavía vale,
hoy, la tesis de Marx: es la existencia lo que determina la conciencia, y no al
revés. Si, no obstante, nos quedamos en el nivel de las representaciones,
acabaremos rápidamente fuera del camino, fuera de la capacidad de observación
objetiva de los fenómenos histórico-sociales. Por ejemplo, debemos concluir que
la democracia política se ha realizado ya plenamente porque ha vencido en el
terreno ideológico, presuponiendo una coincidencia entre ideología y realidad
que sólo es raramente un dato a verificar.
El consenso unánime no es nunca una
señal de fuerza sino de ambigüedad: cuando todos dicen lo mismo, todos están
autorizados a interpretarlo de las maneras más diferentes. La palabra que entra
en el lenguaje del sentido común paga el precio de perder su valor
cognoscitivo, su capacidad de señalar un confín en oposición a otras palabras y
conceptos. La palabra queda ritualizada y, de ese modo, es inofensiva. Tengo la
impresión que también la autonomía está entrando en el reino de las palabras
que han perdido su significado.
En un reciente Congreso de la Fiom,
advirtiendo quizá la usura de la palabra “autonomía”, Claudio Sabattini lanzó
el eslogan de la “independencia” del sindicato. Esta palabra suscitó una
fortísima polémica y, finalmente, se la dejó morir. Fue un momento revelador
que demostraba como un simple deslizamiento terminológico, aparentemente
inocuo, podía ser piedra de escándalo, haciendo aflorar todo el fondo oscuro de
hostilidad y resistencia que parecía removerse. Es la prueba de la existencia
de un problema que está lejos de resolverse. En realidad, aquella propuesta era
criticable, no por su supuesto radicalismo sino al contrario: por el
significado más restrictivo que tiene la palabra “independencia”.
La independencia del sindicato se ha
conseguido substancialmente porque no hay un punto de decisión externo que le
pueda imponer sus condiciones. Pero el concepto de autonomía representa algo
más fecundo. No sólo significa estar al margen de las interferencias sino saber
tener, en su propio ámbito exclusivo, las razones constitutivas de su propia
regulación.
Autonomía o
independencia
Como bien saben los países
excoloniales, la independencia es sólo el primer paso, que modifica solamente
los aspectos formales y no los substanciales; el camino a la autonomía exige un
proceso más arduo para construir un propio y original modelo de organización
social.
A la independencia le basta la
ausencia de coerción externa; a la autonomía le conviene una fuerza interna de
autoorganización. Pero esto no es sólo un problema del sindicato sino de toda
la sociedad que se encuentra en una condición inestable, en una incierta
transición, pues no se ha trazado de manera clara la relación de la política
con la sociedad civil.
Las autonomías sociales siguen
todavía confinadas en ámbitos residuales, corporativos y periféricos, mientras
que el sistema político tiende a ocupar todos los espacios disponibles, según
una lógica invasora; y también tiende a imponer a todo el cuerpo social una
forma de bipolarización forzada: la relación de la sociedad con la política se
convierte en una relación de vasallaje. Bajo ese perfil, el pasaje a la llamada
“segunda república” ha representado un claro retraso, una restricción posterior
de los espacios de autonomía.
Según la ideología de la actual
mayoría parlamentaria, en su versión fundamentalista -que casi nadie ha sabido
o querido contrastar- toda la vida democrática se reasume, sin residuos, en el
mecanismo de la competición bipolar ya que la democracia no es más que la
legitimación popular de la autoridad del gobierno. Son claramente visibles
todos los efectos perversos que derivan de esta concepción en los campos de la
justicia, la información y en la vida de las instituciones porque no hay
ninguna función posible de regulación imparcial y todo está sujeto a las
necesidades contingentes de la lucha política. El cuadro que resulta es el de
una competición que lo invade todo, rompiendo de esa manera el equilibrio
constitucional basado en el balance "des pouvoirs". Hubo ilusos que,
con la introducción del sistema mayoritario, pensaron que se aligeraría la
invasión de los partidos y se valorizaría la autonomía de la sociedad civil;
sobre todo ello afloró una amplia literatura retórica. Ocurrió justamente lo
contrario: la sociedad civil fue totalmente colonizada.
En los partidos políticos, que por
lo menos tenían una función de promoción de la participación democrática, han
ingresado oligarquías cada vez más restringidas e irresponsables. Es en este
cuadro donde todas las palabras tradicionales de nuestro vocabulario político
(democracia, autonomía, participación, pluralismo) sufren una violenta torsión
y corren el peligro de perder todo su significado original. Y es que hemos
entrado en un escenario totalmente nuevo que ha subvertido las formas de la
política, las reglas, los actores y las estructuras organizativas. El viejo
aparato ideológico de carácter liberal-democrático sobrevive cansinamente como
un hecho residual en un contexto que lo deforma y lo zarandea; se usan las
mismas palabras, pero las relaciones objetivas tienen ya otra naturaleza.
También el sindicato se ha metido en esas albardas. Se le reconoce formalmente
su autonomía pero en la realidad es muy fuerte la presión para obligarle a
alinearse en la competición del bipartidismo; en esas condiciones, el sindicato
se convierte en uno de los muchos campos de batalla donde se juegan las
relaciones de fuerza de la política. Así las cosas, las actuales divisiones son
la consecuencia de esta presión y el signo de una dificultad objetiva para
mantener su autonomía social. De un lado, la autonomía declina en términos
corporativos, intentando gestionar los pocos espacios residuales de una
concertación cada vez más asfixiada; por otra parte, hay una acción sindical
que asume las formas de oposición política, de la lucha frontal: de la movilización
para una alternativa de gobierno. En ambos casos, peligra la autonomía del
sindicato, como sujeto social. Las divisiones sindicales son, pues, el reflejo
del nuevo clima político. Por ahora, no se trata de una ruptura irreversible,
pero conviene tener claridad que sin un esfuerzo decidido para invertir la
ruta, la situación puede precipitarse rápidamente.
La política ha cambiado
La tendencia en curso, si no se
corrige, puede conducir a una crisis definitiva de la experiencia unitaria del
sindicalismo confederal; es decir, puede suceder que la lógica de la
bipolarización política prevalezca y que, también, el sindicato se vea envuelto
en ese terreno. Incluso ello puede suceder con independencia de las intenciones
subjetivas, mediante una cadena de consecuencias de los procesos que no se
sepan controlar y que escapen de su alcance. Todavía más, lo que cuentan son
los procesos reales y no sus reflejos ideológicos. Así pues, la autonomía no es
efectivamente un resultado adquirido y consolidado; por el contrario, es un
aspecto totalmente problemático.
Todavía no se ha valorado, en toda
su dimensión, la radical mutación de cultura política que se consumó con el
colapso de la Democracia Cristiana como perno central del sistema político. La
cultura democristiana era una cultura de mediación, fundada en el
reconocimiento del pluralismo político y las autonomías sociales, y que
confiaba en la política la responsabilidad de una síntesis como salida y no como
acto imperativo: se trataba de una capacidad general de relación con la
sociedad italiana y con sus articulaciones reales.
El principio de la autonomía de los
sujetos sociales entraba, pues, orgánicamente en la estrategia democristiana,
no sólo por razones de ductilidad táctica sino como orientación de fondo de la
elaboración del catolicismo democrático, que siempre concibió la sociedad, en
sus articulaciones concretas, como un conjunto de cuerpos sociales intermedios,
como un entramado de relaciones interpersonales que el Estado debe saber
reconocer y tutelar sin imponer su propio orden exclusivo.
El principio de la subsidiaridad (un
aspecto importante de la doctrina social de la Iglesia) significa concretamente
que existe un primado de la sociedad y que el Estado es sólo un regulador a
posteriori para resolver los problemas y los desequilibrios que traspasan el
ámbito de la autonomía social. Se puede criticar el resultado de esta
orientación porque lo que resultó de todo ello es un equilibrio conservador. Pero
se trata de un equilibrio abierto que deja espacio a la iniciativa social.
Naturalmente no hubo una correspondencia total entre el planteamiento teórico y
la acción concreta de gobierno; además, también la DC desarrolló frecuentemente
la lógica de la ocupación del poder. Pero, aunque se moviera en un cuadro
teórico que dejaba muchos espacios abiertos, ha sido en tales espacios donde se
ha podido desarrollar positivamente la experiencia del movimiento sindical
unitario. Con la actual mayoría de centro-derecha, esta orientación se ha
arruinado totalmente: Berlusconi no es el heredero de la DC sino su enterrador.
Una vez conseguida la legitimación popular, todo se dispone según un orden
jerárquico; es decir, quien no se adapte a este orden debe ser silenciado
porque se enfrenta a la soberanía democrática que está condensada en el vértice
del Estado y en el jefe carismático elegido por los ciudadanos. En este esquema
teórico el concepto de autonomía está totalmente privado de sentido. Toda la
estrategia del centro-derecha tiene como claro hilo conductor el objetivo
declarado de reconducir las autonomías sociales bajo el dominio de la soberanía
política, ya se trate de la Magistratura o de los órganos de información, ya lo
sea de las instituciones de garantía o de la representación social. El poder no
está ya dispuesto a mediar y negociar, a construir las decisiones mediante las
vías del diálogo y del consenso. La concertación queda sustituida por el
decisionismo político. El proceso no es ya el camino de la sociedad al Estado,
entendido éste como regulador en última instancia, sino la transmisión
jerárquica del poder, de arriba hacia abajo.
De manera que no existe ninguna dialéctica entre poder y representación, entre función de gobierno y autonomías sociales, porque la democracia se agota en el acto fundante que confiere al gobierno la plena legitimidad y los poderes absolutos.
De manera que no existe ninguna dialéctica entre poder y representación, entre función de gobierno y autonomías sociales, porque la democracia se agota en el acto fundante que confiere al gobierno la plena legitimidad y los poderes absolutos.
Verticalización o autonomía
La democracia deja de ser un proceso plural en el que concurren las diversas representaciones que se articulan en la sociedad; deja de ser un proceso de corresponsabilización y participación, y se reduce al ejercicio del poder legítimamente constituido.
En esta oposición de dos modelos
democráticos alternativos, podemos encontrar verticalización o desarrollo de
las autonomías, concentración del poder o pluralismo de las representaciones,
el sentido más profundo de la dialéctica política entre derecha e izquierda en
la fase actual.
Pero esto no se da por descontado:
es sólo una posibilidad, la desembocadura de un recorrido, pero no es, ahora,
una alternativa evidente e inmediatamente visible.
La derecha ha enseñado sus cartas,
pero la izquierda todavía está oscilante y no ha elaborado una concreta
estrategia. No se trata sólo de la resistencia y de la fuerza de la inercia de
una vieja cultura estatalista. Si fuera así, la situación no sería alarmante,
porque tarde o temprano las resistencias se acaban, y lo que se orienta al
declive puede ralentizarse pero no puede impedir su final. Las dificultades de
la izquierda, la opacidad de su discurso, que le impide constituirse como una
alternativa democrática convincente, no están esencialmente en su pasado, en su
tradición, sino en el trayecto en el que se han metido para superar la
tradición.
La izquierda ha corregido sus
esquemas ideológicos tradicionales e incluso los ha liquidado demasiado
brutalmente. Pero, ¿en qué dirección? Si el punto crítico de aquella tradición
estaba representado, en mi opinión, por la sobrevalorización de la política y
de su función reguladora (de la idea de la” primacía” de la política que
llevaba en sí tendencias dirigistas y autoritarias), si la necesaria renovación
consiste en conjugar con nuevos términos la relación entre política y sociedad,
si este es el tema, es francamente difícil volver a trazar en esa dirección una
línea seria de investigación.
La izquierda no ha trabajado su
autonomía social, se ha limitado a seguir la onda y ha pensado que la
innovación significa democracia personalizada, mediática, tránsito de la
estructura colectiva del partido a la función carismática del líder.
Basta mirar todas las discusiones de
estos años: no existe la sociedad italiana, no hay el devenir de una nueva
representación social; sólo la disputa teológica sobre la consubstanciación del
Olivo y la izquierda, además de la disputa, ya más terrenal, en torno a las
tareas que se deben realizar en el interior de esta nueva unión mística.
En el tránsito a la “segunda
república”, como pasaje de la democracia de la representación a la democracia
de la investidura directa, también la izquierda ha estado plena y
conscientemente atrapada.
Tradicionalistas y
renovadores
Si los tradicionalistas, ligados al
viejo aparato ideológico, no disponen ya de instrumentos para entender la
evolución de la sociedad moderna, los renovadores son todavía más
improductivos, porque la única idea que tienen en la cabeza es la del
bipartidismo político; y todo debe ser sacrificado en base a ello. En este
esquema de total simplificación no hay espacio para el análisis de los sujetos
sociales, de su dinámica y su autonomía; sencillamente, no tienen la percepción
de los movimientos de la sociedad civil.
El único problema es la construcción
del sujeto político que puede triunfar en la competición bipolar: es totalmente
secundario plantearse con qué base social, con qué programa, con cuál relación
con el sistema económico. El sujeto político, así, es un sujeto místico que
nace de la nada.
Si los tradicionalistas piensan en
una sociedad ya superada, con una dialéctica de clase que no se corresponde a
la actual morfología social, los renovadores han resuelto simplemente el
problema desplazando de su universo mental todo tipo de análisis de la sociedad
y de su dinámica interna. De ahí que la autonomía social -si se toma en serio y
se asume como base de una nueva perspectiva estratégica- es un tema que rompe y
trastorna todos los análisis políticos corrientes. Eso puede ser para la
izquierda un nuevo punto de arranque en la construcción de una estrategia política
que asuma un claro carácter alternativo respecto al modelo plebiscitario de la
derecha, pero ello no ha sucedido; hasta ahora no ha sucedido. No basta atacar
a Berlusconi para ser alternativos. Por otra parte, la sedicente izquierda
radical es sólo más agresiva en este ataque, pero mantiene el mismo modelo de
la personalización de la política.
Si el problema es solamente
Berlusconi, se trataría de encontrar un nuevo líder que gane, y todo el resto
se mantendrá. Pero, entonces, no se comprenderá que, tras Berlusconi, hay un
bloque social, un proceso que afecta a la sociedad italiana y es ahí donde se
debe intervenir políticamente. Pero ello requiere un pensamiento político: es
lo que aparece como sospechoso a quien lo reduce todo a propaganda e inventiva.
Explorar el tema de la autonomía social significa buscar todo el amplio espacio
intermedio entre las dos polaridades del Estado y del mercado. Y, una vez
superadas las antiguas antinomias, los opuestos ideologismos, aparece siempre
menos claro que una sociedad compleja no puede ser gobernada ni con la
imposición “de arriba” ni con la adaptación pasiva a la lógica del mercado. Se
trata de construir una compleja red de mediaciones sociales.
Una red de mediaciones
En resumen, entre estos dos extremos
del Estado y del mercado, es el médium de la sociedad quien debe saber
organizarse, según su propia línea autónoma de acción, según su propio ritmo,
una vez vistos los objetivos comunes de cohesión social, integración, calidad
del desarrollo, que pueden alcanzarse sólo mediante una práctica sistemática de
concertación entre diversos sujetos, sociales e institucionales.
Es en este espacio social intermedio
donde el sindicato puede desarrollar mejor su función, y si se comprende dicho
espacio (tanto en relación al Estado como al mercado) ello acabará
sorprendiendo por su potencialidad y fuerza expansiva.
Para el sindicato no es indiferente
la calidad del sistema democrático, porque de ello depende su función, su
capacidad de interactuar eficazmente con las instituciones políticas y hacer
valer en el proceso de decisión el conjunto de intereses que se propone
representar. El sindicato exige a la política la garantía de estas condiciones,
la construcción de un cuadro democrático dentro del cual pueda intervenir con su
propia autonomía. Ello no configura ninguna relación privilegiada con una
determinada parte política, ninguna forma de colateralismo. Simplemente se
trata sólo de la definición de una arquitectura político-institucional que
reconozca el papel autónomo de las organizaciones sindicales y su derecho a
concurrir, mediante unos concretos procedimientos de diálogo y concertación, a
la determinación de las decisiones políticas y su impacto social. Es decir, el
principio de autonomía tiene unas globales implicaciones políticas e
institucionales que deben explicitarse. No es sólo el final de la “correa de
transmisión”; no es sólo la ruptura de un vínculo de dependencia del partido
político: bajo este perfil, mucho antes de la disolución de la “corriente
comunista”, decidida por Bruno Trentin, las relaciones con el partido político
se habían modificado sustancialmente, eran relaciones de diálogo entre iguales
y no de supeditación.
Si nos referimos a la situación
actual, es claro que el poder de condicionamiento de los partidos políticos es
casi nulo, y hasta parece existir un proceso opuesto, es decir, una capacidad
de presión política de parte de los dirigentes sindicales, como lo demuestra
evidentemente la situación sindical-política de Sergio Cofferati. Pero esta oscilación
del péndulo en las relaciones partido-sindicato se sitúa, sin embargo, en el
interior de un horizonte teórico que piensa las dos funciones: la política y la
sindical, como dos lados de un único sistema, como dos caras sólo
funcionalmente distintas de un proceso común. El punto superior de conjunción
es el concepto de “movimiento obrero”, que es donde se reasumen y articulan los
diversos planos de la acción: diversos en su instrumentación técnica, pero con
una perspectiva común. Toda nuestra historia tiene esta base teórica; es la
historia de un único proceso, articulado pero compacto, ya que existe una línea
de continuidad que relaciona la dimensión social con la política y con la
ideologia. Debemos interrogarnos si este esquema teórico puede ser practicado
útilmente todavía, y si tiene una correspondencia con la realidad.
Creo que esa compacta se ha
disgregado, y que ya hoy es sólo una representación ideológica sin una relación
con los procesos reales. Incluso por ello, aquella idea de la unidad orgánica
entre lo político y lo social no es ya un elemento de fuerza porque no se
aguanta sobre bases reales. Pero se convierte en un desconcierto porque tiene
forzosamente dos planos que, cada vez, son más netamente distintos, y que
entrambos tienen necesidad de desarrollar plenamente las razones de su propia
autonomía.
Dos dinámicas
El discurso sobre la autonomía no va
en una sola dirección: la autonomía social tiene como necesaria correspondencia
la autonomía política. Se trata de dos dinámicas diferentes, y no es útil
sobreponerlas: el sindicato no puede ser el brazo operativo al servicio de un
proyecto político, ni el partido puede ser una estructura parasindical que se
limita a vehicular las exigencias sindicales al terreno institucional.
Naturalmente para un partido de izquierda, que quiera seguir siendo tal, la ruptura del modelo teórico del “movimiento obrero” no puede significar de ninguna manera una ralentización de la cuestión social, de seguir siendo una fuerza instalada en la realidad del trabajo y de sus conflictos. La autonomía de la política no consiste en seguir confinados en una dimensión jurídico-institucional o en el discurso abstractamente ideológico sobre los valores: significa interpretar políticamente la sociedad e intervenir en sus líneas de conflicto y en sus equilibrios de fuerza. La dimensión política observa, de hecho, las relaciones de poder en la sociedad y la cualidad social de las políticas públicas: este es un campo de intervención del partido de izquierda, sin delegar al sindicato su tarea, aunque ejercitándola en primera persona. La autonomía no es la delimitación de diversas “áreas de competencia” (a cada uno, según su oficio) sino la dialéctica que se desarrolla entre sujetos diversos, con funciones distintas, sobre un mismo terreno de la sociedad y su organización.
Naturalmente para un partido de izquierda, que quiera seguir siendo tal, la ruptura del modelo teórico del “movimiento obrero” no puede significar de ninguna manera una ralentización de la cuestión social, de seguir siendo una fuerza instalada en la realidad del trabajo y de sus conflictos. La autonomía de la política no consiste en seguir confinados en una dimensión jurídico-institucional o en el discurso abstractamente ideológico sobre los valores: significa interpretar políticamente la sociedad e intervenir en sus líneas de conflicto y en sus equilibrios de fuerza. La dimensión política observa, de hecho, las relaciones de poder en la sociedad y la cualidad social de las políticas públicas: este es un campo de intervención del partido de izquierda, sin delegar al sindicato su tarea, aunque ejercitándola en primera persona. La autonomía no es la delimitación de diversas “áreas de competencia” (a cada uno, según su oficio) sino la dialéctica que se desarrolla entre sujetos diversos, con funciones distintas, sobre un mismo terreno de la sociedad y su organización.
Los dos planos son distintos,
conceptual y pragmáticamente, porque, de un lado, existe una función de
proyección, y, por el otro, hay una tarea de representación: unas funciones que
se entrecruzan, pero no son reducibles la una a la otra. Las raíces profundas
de la autonomía sindical están en la representación. Ahora bien, ¿qué significa
representar? Puede haber una representación abstracta, ideológica, presunta,
que nace del exterior del sujeto social, como esquema teórico interpretativo
que se superpone a los procesos reales. Es el esquema leninista de la
conciencia de clase, que puede ser sólo elaborada por un sujeto político
externo. Por el contrario, la representación sindical es el proceso real de
autoorganización del trabajo: un proceso totalmente inmanente que sigue el
ritmo de la experiencia concreta cotidiana de los sujetos sociales. El
movimiento sindical no contempla la teoría como fuente reguladora de la praxis,
sino que, al revés, acompaña a la práctica social, sigue sus oscilaciones y
experimentos, y concibe la teoría solamente como el resultado, siempre
provisional, de esa praxis.
La representación, en este sentido,
es sólo el resultado de una práctica social, y se empequeñece cuando esta
práctica no se activa. Existe sindicato y hay representación sólo cuando existe
un proceso social que lleva al resurgir de la subjetividad del trabajo, a su
reconocimiento y a la organización práctica de sus demandas. Por eso, el
sindicato nunca puede vivir de rentas, sino que está expuesto a la
verificación, y debe renovar incesantemente su relación de confianza con el
mundo del trabajo que está en continua transformación. Bajo ese perfil, la
situación actual de las confederaciones sindicales presenta no pocos problemas;
no me parece que tengan una adecuada responsabilidad. El problema está en el
hecho de que la actual fuerza representativa del sindicato es el resultado de
una concreta etapa histórica, caracterizada por un modelo de organización
social, hoy ya liquidado, mientras que todos los nuevos procesos de
descomposición del trabajo y el nuevo archipiélago social, que se desprende de
ello, no han encontrado todavía una respuesta sindical, y además la estructura
sindical parece funcionar más como elemento de estabilización que de
innovación. A la larga, esta separación entre fuerza consolidada y el
descubrimiento de nuevos territorios sociales puede determinar una situación de
crisis, cuando se bloquea la función de la representación. Si el hecho de
representar es siempre un proceso abierto, este carácter de apertura es
absolutamente decisivo en el momento en que cambia estructuralmente la
configuración del mundo del trabajo.
Representar al trabajo
que cambia
Por lo tanto, se trata de
representar al trabajo que cambia en una fase de vertiginosas transformaciones
gracias al impacto de las nuevas tecnologías, las nuevas estrategias
organizativas de las empresas, la creciente globalización de los mercados; y
estos cambios estructurales determinan nuevas formas de conciencia subjetiva,
nuevas representaciones culturales; no cambia, pues, sólo la condición material
del trabajo sino también la subjetividad del trabajador. Para superar este
desplazamiento del sindicato ante el cambio social, es preciso repensar toda su
estructura organizativa, de tal modo que se proyecte no a la conservación, no a
la reproducción de una identidad estática, sino a la sindicalización de los
nuevos campos que hoy no cuentan con la acción sindical.
El modelo organizativo hoy
prevalente en todas las grandes confederaciones no está en condiciones de
desarrollar estas tareas; no está predispuesto, en función de un amplio
programa, a experimentar y a conseguir una nueva sindicalización. Es más, copia
la forma del partido político de masas: centralización, grupo dirigente
profesionalizado que concentra en sí mismo todas las opciones estratégicas,
definiciones de una “línea política” a la que tienen que uniformarse todas las
estructuras periféricas; y a este esquema deben sacrificarse incluso los recursos
que son decisivos para conseguir un proceso renovador: los recursos para la
experimentación, la autonomía, la libre circulación de las experiencias y
promoción de nuevos líderes. En una palabra, estamos en la clásica situación de
burocratización, que asegura estabilidad y permanencia, pero no está en
condiciones de producir renovación.
Y con ello volvemos al problema de
la autonomía. Si captamos el valor más profundo de la autonomía, ésta no sólo
debe guiar las relaciones externas, sino también el proceso interno de recambio
organizativo y de reelaboración del proyecto político. Para ello es necesario
un modelo no centralizado y jerárquico, sino abierto, capaz de coger en su seno
todos los estímulos de una sociedad en movimiento y poder representar todas las
nuevas demandas, sin meterlas en un esquema preconstituido.
La representación es un movimiento
en dos direcciones: una acción por arriba que fija los parámetros políticos con
la idea de construir la coordinación solidaria de los intereses, y una acción desde
abajo, que alimenta el flujo creativo y pone en entredicho todas las síntesis
políticas provisionales imponiendo un proceso continuo de verificación
democrática y reelaboración programática. La burocratización se concreta cuando
funciona sólo la línea de transmisión de las decisiones de arriba hacia abajo y
se obstruye el proceso inverso, con la consecuencia de que el sindicato acaba
por asumir una forma política, no funcionando el intercambio social a través
del cual se realiza la representación. Partiendo de esta concepción del
sindicato, como sujeto autónomo representativo, toman sentido dos temas
cruciales: el de la unidad y el de la democracia, los cuales se presentan como
asuntos conexos que deben tratarse conjuntamente en su recíproca relación de
implicaciones.
Unidad y democracia
La representación social tiene en sí
una natural disposición unitaria, porque es la expresión inmediata de una
condición colectiva y de una praxis social; efectivamente, podemos verificar en
la historia del movimiento sindical cómo los momentos de fuerte movilización
“por abajo” son, también, momentos de máxima unidad. Las divisiones son
interferencias externas, incursiones de la política o de la ideología o sólo
una dimensión de la autodefensa de las grandes estructuras burocráticas. Ya Di
Vittorio dejó bien a las claras este punto. El habló de “una unidad de carácter
social, que domina las mismas diferencias de opinión”, de “una base esencial de
principio, que sostiene la unidad de los trabajadores de todas las categorías”,
los cuales “pueden estar divididos por ideologías, opiniones políticas”, pero
más allá de ello se encuentran unidos en la identidad de la condición social.
Estamos en 1947 cuando, al poco tiempo, la unidad se rompe: es la fuerza de la
política la que destruye la autonomía del sujeto social, y esta dialéctica se
hará presente más veces en la historia del sindicalismo italiano.
También la actual crisis de las
relaciones unitarias puede ser interpretada en esta clave: como efecto de una
politización, de una presión del sistema político que exporta al movimiento
sindical sus tensiones y turbulencias; la politización genera una competición
hegemónica entre las mayores confederaciones y, también, en el interior de
todas ellas. Para desbloquear esta situación hay que referirse a la autonomía
del espacio sindical. Lo ha reconocido con coraje Guglielmo Epifani en una
reciente entrevista: es necesario un trabajo de resindicalización. Y aquí el
paso decisivo lo debe dar la CGIL, porque nosotros somos los más expuestos (por
nuestra historia, por su mayor relación con las iniciativas políticas, por la
propia biografía de sus dirigentes) al riesgo de usar la representación como un
arma política. Es indicativo el hecho que las articulaciones internas de la
CGIL han sido siempre articulaciones de partido, y todavía lo continúan siendo,
a pesar de la disolución oficial de las corrientes. La CGIL está más
fuertemente condicionada por el debate que se ha abierto en la izquierda por el
encontronazo en el interior de los Democratici della Sinistra, sufriendo desde
varios ángulos una presión hacia su connotación como fuerza de oposición que
suple la debilidad de los partidos.
Será interesante verificar en el
próximo futuro sobre qué línea se orientará la dirección de Epifani y si
conseguirá verdaderamente que tome cuerpo el proyecto de resindicalización. Por
otra parte, la CGIL tiene perfecta razón cuando sostiene que la unidad sindical
es posible sólo sobre la base de un sistema de reglas democráticas compartidas.
Autonomía significa literalmente dejarse guiar sólo por las propias reglas
internas: ello se opone tanto a la dependencia del exterior, como al gobierno
de lo arbitrario y de la fuerza. La debilidad y evanescencia de las reglas de
la democracia sindical son un serio obstáculo al ejercicio de la
representación, porque se introduce, así, una quiebra de la relación entre
representados y representantes, consignando a los grupos dirigentes un poder
totalmente discrecional. La unidad sindical, de la que hablaba Di Vittorio,
puede ser sólo la salida de un proceso responsable de diálogo y mediación donde
se dé voz y legitimidad a todas las posiciones diversas; y sólo un procedimiento
auténticamente democrático puede realizar una síntesis compartida y dirimir las
cuestiones controvertidas.
La democracia es, pues, la forma
donde la unidad puede realizarse. La CSIL es, en esa dirección, quien debe dar
el paso decisivo, abriéndose a un diálogo para definir unas comunes reglas
democráticas: sobre todo, unas reglas intersindicales, autónomamente decididas
sobre las que sucesivamente puede haber una legislación que les dé cobertura y
hacerlas obligatorias para todos. Así, la unidad, en sustancia, puede ser el
resultado de dos procesos paralelos: resindicalización y democratización.
Una vez reconstituidas las
condiciones para un sindicato que ejerce la representación social, se trata
posteriormente de ajustar las cuentas con las condiciones políticas. Si el
cuadro político-institucional no ofrece ningún instrumento de concertación ni
ninguna forma de coparticipación responsable en las decisiones, se pierde una
condición esencial. La otra cara de la representación es la negociación.
Representar no es un fin en sí mismo, pero debe incorporarse a un proceso
político donde el sujeto sindical se mide con otros sujetos y otros intereses,
con todos los problemas del equilibrio general del país. Este proceso supera la
unilateralidad, va más allá de la dimensión corporativa y asume una dimensión
nacional. Pero si se queda bloqueado, sino existe un interlocutor político, la
representación no tiene su salida natural, y puede traducirse en formas de
maximalismo veleidoso o de corporativismo. De ese modo se cierra el círculo y
se corre el riesgo de volver al punto de partida.
Esta es la difícil contradicción de
esta fase. La dificultad está en el hecho de que la autonomía sindical tiene
necesidad de encontrar una salida política, pero con el actual gobierno de
centro-derecha no existen las condiciones para una interlocución mínimamente
eficaz. Sin embargo, no se trata de una situación totalmente bloqueada porque
el sistema político tiene todavía algunas articulaciones, es decir, no es un
régimen compacto y monolítico del todo.