Tenemos ya una
radiografía suficientemente precisa de lo que está sucediendo en la sociedad catalana.
Nadie puede alegar ignorancia, a la vista de los resultados de las elecciones. Ocurre,
sin embargo, que desde dos bandos opuestos se insiste en considerar
significativa la parte concreta de la radiografía que les favorece, e
irrelevante la que no les favorece. Lo han hecho, a pocas horas de conocerse los
resultados, tanto Artur Mas como Mariano Rajoy, el aprendiz de brujo como el abusón
timorato.
Una primera
consideración. Se trataba de unas elecciones autonómicas, pero Mas “cantó” un
órdago a la grande y las transmutó en plebiscitarias. No había obligación de escucharle,
pero el electorado, mayoritariamente, le escuchó. De modo que nos encontramos hoy
ante los resultados plebiscitarios de unas elecciones autonómicas. Una
situación de hecho enrevesada, cuyas consecuencias oscurecen de forma
considerable el panorama político. Lo oscurecen en varias direcciones
distintas.
Primero. Lo que
habría sido un éxito aclaparador
(abrumador) de la lista del president de la Generalitat en unas elecciones simplemente
autonómicas, se transmuta en un relativo fracaso desde la lectura – propiciada por
él mismo – de las plebiscitarias. La cifra porcentual de votos del llamado “bloque
del Sí” resulta a todas luces corta para legitimar la apertura de un proceso constituyente.
Segundo. La
construcción de la citada lista del president, atenta a las necesidades del procès pero no al gobierno de la
autonomía, pasa a ser un engorro en la nueva situación. La formación de un
gobierno y la concreción de una política a partir de las instancias políticas y
civiles heterogéneas aglomeradas en esa lista resultaría ya difícil de por sí,
y se complica todavía más por la necesidad de contar con los votos de la CUP
para una investidura. Convergència,
CDC, ha dejado de ser el pal de
paller de la construcción de una Catalunya ideal (ideológica); hoy es un
componente más de la fórmula híbrida que ha ganado unas elecciones, y el
liderazgo de su presidente – el aprendiz de brujo – “no es imprescindible”
según comentario emitido por la CUP. Artur Mas, en consecuencia, corre un serio
peligro de morir de éxito. Su más bello triunfo personal (no tiene muchos que
apuntar en su currículo) está a un paso de convertirse en su tumba política.
Tercero. La
condición plebiscitaria virtual de las elecciones ha favorecido la tendencia a
concentrar el voto del rechazo en una sola candidatura, y esta no ha sido la
del Partido Popular sino la de Ciudadanos.
No la del inmovilismo armado de garrote, sino la que reclama a España cambios,
diálogo y soluciones no traumáticas. Ciudadanos es una fuerza de
centro-derecha, pero no ha recibido en esta ocasión un voto de centro-derecha. Es
el primer partido en L’Hospitalet, El Prat de Llobregat, Sant Boi,
Castelledefels, Rubí. En Nou Barris, también. Se quiso conjurar, desde las
instancias de mando del procès, la
abstención previsible del extrarradio barcelonés con una Diada localizada en la
Avinguda Meridiana de Barcelona. Pero colocar a millón y medio de personas en
un espacio urbano no es lo mismo que conseguir la adhesión de quienes habitan ese
espacio urbano sistemáticamente olvidado y desasistido por las autoridades
autonómicas. Desde la desafección por la política, los vecinos de Nou Barris y
de los municipios del primer cinturón han respondido votando a la opción que
les ha parecido más rotundamente alejada de la “política” de las dos “castas”
contrapuestas, la de Madrid y la de Barcelona.
Cuarto. Y ese voto militante
ha pasado de largo de la candidatura más receptiva en principio a los problemas
de la “otra” Catalunya: la que aglutinaba a la vieja y a la nueva izquierda, a ICV-EUiA de una parte, y Podemos de la otra. Una
mala lectura de las coordenadas de la situación, una explicación insuficiente,
u otras causas, han impedido el despegue de la coalición. Puede ser un fenómeno
transitorio, o el indicio de un desajuste potencialmente importante. Lo dirá el
tiempo, pero sobre todo el trabajo de los militantes de esas formaciones.
Quinto. El Partido Popular ha
recurrido al voto del miedo de una mayoría silenciosa inexistente para retener
su cuota de votos catalanes. Era improbable que le saliese la jugada, y no le
ha salido. El miedo no ha calado. De la campaña, Mariano Rajoy ha salido más
desprestigiado que nunca en el aspecto personal, y más inerme. Como ha señalado
un analista, no es que haya perdido “en” Catalunya, es que ha perdido
Catalunya. De modo inexorable e irreversible.
Sexto. ¿Puede un
candidato al gobierno de España permitirse perder Catalunya en un recodo del
camino, como quien pierde el paraguas o el estuche de las gafas? Mariano cree
que sí se puede (disculpen la ironía fácil). Tiene puestas sus esperanzas en un
juguete nuevo. Es un juguete jurídico, y a Mariano le pirra lo jurídico, de
hecho es el cristal desde cuyo color observa la realidad. El juguete en
cuestión son las nuevas atribuciones del Tribunal Constitucional. ¿Va a
atreverse el abusón timorato a empuñar el garrote constitucional para dispersar
a las turbas catalanas?
Es una posibilidad,
y contiene una paradoja. La contundencia en la represión puede dar al
presidente del gobierno la adhesión de los estratos más cavernarios de la clase
política; pero al mismo tiempo, un nuevo agravio del poder central, una injerencia
inoportuna, un abuso de poder cierto o presentado como tal, serían el combustible
necesario para acabar de inclinar en favor del procès a una parte de la ciudadanía catalana que aún se muestra
remisa. No Rajoy, sino España, estaría definitivamente en riesgo de perder por largo
tiempo a Catalunya.
Y hay muchos modos
de perder un país. La secesión es tan solo uno de ellos.