Fue un caso de amor
a primera vista. Mi descubrimiento de Sigmund Freud
me trajo un deslumbramiento prolongado. Con él me pareció haber descubierto de
golpe el envés del tapiz de la historia, la clave de un mecanismo universal de la
conducta humana. En alguna medida sigo pensando así, pero con salvedades
importantes.
Estoy hablando
sobre todo de las grandes construcciones culturales de sus escritos tardíos,
cuando más allá de la investigación de una terapia sexual empezó a apuntar
hipótesis sobre la represión de lo indecible como origen de la religión, de la
cultura y de otras realidades superestructurales. Libros como Tótem y tabú, Eros y Tánatos, El malestar de
la cultura, El porvenir de una ilusión, y Moisés y el monoteísmo. No son obras científicas en el sentido
propio del término, como ha señalado un comentarista en las páginas culturales
de El País, a propósito de la publicación de una nueva biografía de Freud;
pero, citando a José Luis López Bulla, ¿qué otra
cosa son las llamadas ciencias humanas sino ejercicios ociosos de talabartería?
Llegué a Karl Marx y a Freud por el camino inverso; a partir de
Herbert Marcuse. La formación intelectual de una
persona es siempre una cosa heteróclita y aleatoria, y lo era más aún bajo el
franquismo, cuando las cimas máximas de la cultura a la que nos era dado
acceder eran don Pedro Laín Entralgo y don Ramón Menéndez Pidal. Leí a escondidas a Marcuse (Eros y civilización y El hombre unidimensional), y entendí
poco, pero a partir de ahí me dediqué a buscar a Marx y Freud. Los encontré
gracias a Alianza Editorial,
una empresa cultural a la que alguna autoridad debería organizar un homenaje
público por lo que significó para nosotros en el tardofranquismo, junto a
revistas como “Cuadernos para el diálogo” y “Triunfo”.
Cuando conocí la
distinción marxista entre las estructuras y las superestructuras y su relación
recíproca, y la hipótesis freudiana acerca de las causas y los mecanismos de la
formación de las superestructuras, me pareció que había captado algo esencial:
era exactamente así como funcionaba la realidad, ese era su sentido, esos eran
los principios que la movían en direcciones previsibles y nada azarosas. De
pronto empecé a ver psicopatología de la vida cotidiana no solo en las personas
que me rodeaban, sino en los personajes que salían en los noticiarios, en la
miseria intelectual de los ministros de Franco que proclamaban en sus discursos
nuestro adelanto en cincuenta años sobre la partitocracias obsoletas de una
Europa desnortada. La prensa de los últimos años del régimen franquista daría
para decenas de miles de tesinas sobre la psicopatología colectiva de un
régimen paralizado en la fase anal, obsesionado por dejarlo todo atado y bien atado.
Única objeción: no hacía falta recurrir a los estudios de Freud para
percibirlo. Cualquier observador de medio pelo, yo mismo, podía con sus solas
fuerzas y saberes trazar un diagnóstico certero y una terapia adecuada.
Si algo se demostró
a partir de la transición, fue que las cosas eran ciertamente así, pero tampoco
nada era tan fácil como podía parecer a primera vista. Ese es el único defecto
que cabe reprocharle a don Segismundo: a pesar de sus cautelas, de sus
prevenciones y cortafuegos, en su obra todo resulta demasiado evidente,
demasiado transparente. Hay más hilos, de distinta naturaleza y grosor, en la
trama del tapiz de la vida. Detrás de los enmascaramientos, las falacias, las coartadas
y las sublimaciones ideológicas que nos ofrece a diario la escena política, no
están solo la economía descarnada y la represión de una pulsión sexual o de un
instinto de muerte. La sustancia de que está hecha la realidad es más compleja.
Constatarlo no es
quitar ningún mérito al trabajo de Freud: él descubrió el continente virgen del
inconsciente. Si se colocó a sí mismo a la altura de Copérnico
y de Darwin, no hubo en ello exageración ni
autobombo. Los tres fueron pioneros. El tiempo ha sometido sus obras a
correcciones severas, pero sin ellos la conciencia que tenemos de nosotros
mismos, nuestra civilización, estaría muy lejos, mucho más atrás del punto
(precario, lo concedo) en el que nos encontramos.