(En la jornada de reflexión)
Alfred
Bosch, concejal en el
Ayuntamiento de Barcelona por ERC, acierta y se equivoca al mismo tiempo cuando
pide perdón por haber sacado a relucir una bandera estelada en el balcón de la
Casa Gran, en la celebración del día de la patrona. Su gesto provocó el
simétrico de la aparición de una bandera española en manos de Alberto Fernández Díaz, concejal por el PP y hermano
del actual ministro del Interior. Hubo forcejeos y tirones antes de que las dos
enseñas fueran retiradas.
Acierta Bosch cuando
pide perdón, al declarar que «no era el momento» de semejante exhibición. Su
razonamiento, supongo, es que todavía no se ha votado. El momento adecuado para
el despliegue de la estelada llegará, si seguimos hasta el final ese
razonamiento supuesto, en la celebración del triunfo independentista.
Mal argumento. En
efecto, la escena (bochornosa) del balcón de la Casa Gran va a repetirse y
multiplicarse, sospecho, después de la votación del 27S, sea cual sea el
resultado que arrojen las urnas. Va a haber flamear de banderas, las de unos y
las de otros, y tironeo por ambas partes. Se va a buscar con lupa y a abuchear
con saña a los culpables de que el voto no haya sido el que se preveía, el que
se deseaba. El clima político no se va a clarificar el “día después”; lo
previsible es que se enrarezca más aún. La aventura del procès arrancó mal, entre mentiras, medias verdades, simulaciones
interesadas, y un diluvio de recursos a los tribunales para que fueran ellos
los que decidieran cuál es el ser verdadero, dónde está el alma tironeada desde
los dos lados de una Catalunya virtual, que no real. Se quiso decidir de
antemano, por las dos partes y a conveniencia, el final de una historia que no
les correspondía decidir a ellas, sino a la ciudadanía. Una aventura que se
emprendió así de mal, no podrá acabar bien.
El día de la Mercé
no fue un buen momento para exhibir la estelada y/o la española en el balcón
que da a la plaça de Sant Jaume, de acuerdo; pero es que ningún momento era ni
será bueno para semejante acto. Lo exige el respeto debido a quienes, pese a
que no piensan como nosotros, comparten legítimamente el amparo de una
institución que se proclama de todos.
Lo sensato sería
guardar todas las banderas en el cajón último de una rinconera y dedicarnos a
recomponer la convivencia pacífica y el bienestar compartido de una ciudadanía
tironeada, mortificada y sacada de sus casillas por los empujones
desconsiderados de quienes atienden solo a esencias intemporales y a destinos
en lo universal, y desatienden el reparto equitativo de los bienes comunes y el
derecho de todos a una porción razonable de felicidad en este mundo.
Este último
propósito sería la verdadera razón de ser, el único triunfo posible, de las
elecciones catalanas del 27S. Y de todas las elecciones democráticas, por añadidura.