Si recuerdo bien lo
que sentía cuando tenía tres años… Pero no es posible que lo recuerde bien, no
me hagan ustedes caso, ha pasado demasiado tiempo desde entonces.
Si recuerdo bien lo
que sentía cuando tenía tres años, mi mundo no era el mismo de los mayores. No compartía
mi mundo propio con ellos, no me sentía implicado. Ellos se movían aquí y allá
con la desenvoltura de quien sabe con exactitud todo lo que hay que hacer, y no
tiene en cambio, en ninguna circunstancia, nada que temer. Yo, por mi parte,
procuraba moverme lo menos posible. Mis miembros eran demasiado torpes, mis
fuerzas demasiado escasas, mi capacidad para entender lo que se me exigía,
prácticamente nula.
De modo que vivía la
mayor parte del tiempo en un mundo pequeño como yo, hecho a mi medida, y solo
lo abandonaba, a disgusto, como reacción ante gritos, riñas, órdenes perentorias.
Renuncié a disgusto al hábito del pulgar en la boca, a fuerza de súplicas y de
castigos repetidos. No estaba dispuesto a muchas transacciones más.
Era consciente de
que quienes me rodeaban esperaban algo de mí, pero ese algo me era del todo
incomprensible. Crecer, hacerme mayor: una idea inconcebible. Ser algún día un
hombre “de provecho”, una meta casi ridícula de tan extravagante. De provecho para
qué, si todo en mi interior rechazaba la vida complicada y trabajosa de los
mayores, las obligaciones infinitas que me imponían (lavarme, vestirme, peinarme, rezar, cruzar
la calle de la mano, dar besos a las visitas, acabarme la verdura puesta en el
plato, acostarme pronto, repartir más besos antes de ir a la cama), sus
motivaciones oscuras (yo preguntaba siempre por qué esto, por qué lo otro, pero
las respuestas casi nunca eran satisfactorias), sus mentiras elaboradas, sus
apetitos inverosímiles.
«A los niños se les
ve pero no se les oye.» Una norma absurda porque lo más normal era que nadie nos
viera a menos que llamáramos su atención a fuerza de pulmones. La vida era una
cosa hecha para los mayores, para nosotros los niños de tres años todo se
reducía a cuentos de hadas, o de cerditos, o de niños perdidos en el bosque,
entreoídos desde la angustia de que, cuando el cuento se acabase, se apagaría
la luz. Y entonces nos veríamos empujados a una tiniebla de la que tal vez nos iba
a ser imposible escapar. Porque la muerte no estaba en un lugar concreto, en el
tráfico de la calle, en un resbalón en una escalera empinada, en el precipicio en un
recodo de la montaña, en una medicina para personas mayores encerrada en un frasco
que nunca y por ningún motivo había que tocar. La muerte nos rodeaba por todas
partes, en miles de formas posibles; era una presencia ubicua y permanente.
La muerte. Una
presencia temible, pero con una fuerza atractiva a la que quizá nos abandonaríamos
con blandura un amanecer cualquiera, en una playa, extendidos boca abajo, la mejilla
contra la arena que cada nueva ola vendría a lamer con suavidad. Lejos. Libres
para siempre de guerras, de rencillas, de las exigencias y los requisitos
interminables del mundo absurdo de las personas mayores, un mundo demasiado
grande y terrible para nosotros, los niños de tres años.