sábado, 5 de septiembre de 2015

LUCHAR CONTRA LOS ELEMENTOS


«No se nos ha ido la olla, pero nos hemos topado con el muro del no y de la intolerancia», ha declarado Artur Mas, número cuatro de la candidatura Junts pel Sí, que promueve una declaración unilateral de independencia para Cataluña.
Vamos por partes. A palmos, como decimos por estas tierras. Si un conductor estrella su vehículo contra un muro en lugar de circular con normalidad por la carretera, y se le ocurre echar la culpa del percance al muro, estará dando síntomas precisamente de que se le ha ido la olla. O bien de que ha perdido hasta un punto lamentable la coordinación, los reflejos y la visión periférica debido a un consumo inmoderado de jumilla o similar. Una de las primeras normas de quien aspira a superar el examen de conducir es precisamente evitar los muros que se puedan atravesar en su camino; sortearlos con un golpe de volante, o, caso de no ser posible lo anterior, frenar a tiempo. Quien no se atiene a esa norma básica podrá causar serios desperfectos en el puto muro, pero de seguro arruinará su propio vehículo, y de paso, muy probablemente, su salud.
No se entiende, entonces, la argumentación del señor Mas, tanto más cuanto que transporta en su vehículo a lo más florido y granado de todo un pueblo, de una sociedad civil y de una clase política con largos años de experiencia de gobierno. Tanta gente no puede estar ciega; no puede dejar de haber visto que ahí había un muro. Tanto se ha insistido en que el muro no tenía importancia porque se iba a una independencia “de buen rollo”, que muchos se lo han creído. Entonces, ¿a qué viene decir ahora que no se ha perdido la olla, que lo que ocurre es que hay un muro, el mismo muro que hasta ayer no importaba y que por lo visto sigue sin importar?
Si las candidaturas a favor de la independencia consiguen un resultado aparente (no los dos tercios del electorado exigidos por el Estatut de Autonomía, que eso es pedir gollerías; simplemente una mayoría simple, y tampoco de votos sino de escaños), se irá a la declaración unilateral, dice Mas, y luego se negociará con el Estado la realización de un referéndum legal y decisorio.
Se parte de la idea de que el Estado dirá que sí, lo que equivale a suponer que el consabido muro del “no y de la intolerancia” se habrá disuelto por ensalmo. Se parte de la idea de que un 48,5% de los votos se habrá convertido para entonces en un 66,7%, única base legal posible para seguir dando pasos adelante. Se omiten los costos del proceso, en dineros, en recursos humanos y en la paralización o el retraso de políticas tendentes a aumentar el empleo, el bienestar y la cohesión social. Todo se sacrifica a un objetivo de consecución altamente improbable. Eso no quiere decir, al parecer, que a alguien se le ha ido la olla. O que ese alguien se está comportando como el trilero que nos incita a apostar fuerte para adivinar debajo de cuál cáscara de nuez está el guisante.
En tiempos pretéritos, el rey español Felipe II reunió una armada poderosa y la lanzó a la conquista de Inglaterra. Bautizó su armada con el nombre pomposo de la Invencible, e hizo acompañar la expedición de rezos, salmos e himnos en los altares mayores de todas las catedrales, colegiatas e iglesias del reino. Sin embargo, la armada chocó también con un muro. A las dimensiones del desastre en muertos, heridos, presos, naves hundidas o apresadas, y dineros volatilizados, se sumó el ridículo de la pompa con la que se había anunciado el envite. El rey se excusó con una frase que ha pasado a la posteridad. No se le había ido la olla, es que no había mandado a su flota a luchar contra los elementos. No dimitió (perdón, abdicó) después de provocar aquel esperpento trágico. Peor aún, por una de esas ironías exquisitas de la historia, ha pasado a la posteridad con el sobrenombre de “el Rey Prudente”.
El intríngulis con los elementos es que están siempre ahí, a la vista. No engañan. Quien quiera luchar, no puede ignorarlos. Está obligado a tenerlos en cuenta.