«No se nos ha ido la olla, pero nos hemos topado con
el muro del no y de la intolerancia», ha declarado Artur Mas,
número cuatro de la candidatura Junts
pel Sí, que promueve una declaración unilateral de independencia para
Cataluña.
Vamos por partes. A
palmos, como decimos por estas tierras. Si un conductor estrella su vehículo
contra un muro en lugar de circular con normalidad por la carretera, y se le
ocurre echar la culpa del percance al muro, estará dando síntomas precisamente
de que se le ha ido la olla. O bien de que ha perdido hasta un punto lamentable
la coordinación, los reflejos y la visión periférica debido a un consumo
inmoderado de jumilla o similar. Una de las primeras normas de quien aspira a
superar el examen de conducir es precisamente evitar los muros que se puedan atravesar
en su camino; sortearlos con un golpe de volante, o, caso de no ser posible lo anterior,
frenar a tiempo. Quien no se atiene a esa norma básica podrá causar serios
desperfectos en el puto muro, pero de seguro arruinará su propio vehículo, y de
paso, muy probablemente, su salud.
No se entiende,
entonces, la argumentación del señor Mas, tanto más cuanto que transporta en su
vehículo a lo más florido y granado de todo un pueblo, de una sociedad civil y
de una clase política con largos años de experiencia de gobierno. Tanta gente
no puede estar ciega; no puede dejar de haber visto que ahí había un muro.
Tanto se ha insistido en que el muro no tenía importancia porque se iba a una
independencia “de buen rollo”, que muchos se lo han creído. Entonces, ¿a qué
viene decir ahora que no se ha perdido la olla, que lo que ocurre es que hay un
muro, el mismo muro que hasta ayer no importaba y que por lo visto sigue sin
importar?
Si las candidaturas
a favor de la independencia consiguen un resultado aparente (no los dos tercios
del electorado exigidos por el Estatut de Autonomía, que eso es pedir
gollerías; simplemente una mayoría simple, y tampoco de votos sino de escaños),
se irá a la declaración unilateral, dice Mas, y luego se negociará con el
Estado la realización de un referéndum legal y decisorio.
Se parte de la idea
de que el Estado dirá que sí, lo que equivale a suponer que el consabido muro
del “no y de la intolerancia” se habrá disuelto por ensalmo. Se parte de la
idea de que un 48,5% de los votos se habrá convertido para entonces en un
66,7%, única base legal posible para seguir dando pasos adelante. Se omiten los
costos del proceso, en dineros, en recursos humanos y en la paralización o el
retraso de políticas tendentes a aumentar el empleo, el bienestar y la cohesión
social. Todo se sacrifica a un objetivo de consecución altamente improbable.
Eso no quiere decir, al parecer, que a alguien se le ha ido la olla. O que ese
alguien se está comportando como el trilero que nos incita a apostar fuerte
para adivinar debajo de cuál cáscara de nuez está el guisante.
En tiempos
pretéritos, el rey español Felipe II reunió una armada poderosa y la lanzó a la
conquista de Inglaterra. Bautizó su armada con el nombre pomposo de la Invencible, e hizo
acompañar la expedición de rezos, salmos e himnos en los altares mayores de
todas las catedrales, colegiatas e iglesias del reino. Sin embargo, la armada
chocó también con un muro. A las dimensiones del desastre en muertos, heridos,
presos, naves hundidas o apresadas, y dineros volatilizados, se sumó el
ridículo de la pompa con la que se había anunciado el envite. El rey se excusó
con una frase que ha pasado a la posteridad. No se le había ido la olla, es que
no había mandado a su flota a luchar contra los elementos. No dimitió (perdón,
abdicó) después de provocar aquel esperpento trágico. Peor aún, por una de esas
ironías exquisitas de la historia, ha pasado a la posteridad con el sobrenombre
de “el Rey Prudente”.
El intríngulis con
los elementos es que están siempre ahí, a la vista. No engañan. Quien quiera
luchar, no puede ignorarlos. Está obligado a tenerlos en cuenta.