Un analfabeto político
de cuyo nombre no quiero acordarme y que se adorna con el titulejo de “director
de contenidos de La Vanguardia.com”, critica en este rotativo a la alcaldesa de
Barcelona, Ada Colau, por haber impedido con la
abstención de su grupo que la capital catalana pasara a engrosar un colectivo
llamado AMI, Asociación de
Municipios por la Independencia. Dice el tal que la alcaldesa “sigue sin
mojarse” y que su actitud responde más a los principios de la vieja política
que a los de la nueva.
Vieja política, en
efecto: la de Montesquieu (El espíritu de las leyes), la de Condorcet,
la de los padres de la democracia que fueron conscientes desde un principio de
los límites obligados de actuación para quien ostenta un mandato
representativo. Nueva política, la de la alcaldada; quien ha sido elegido
representante de una comunidad la representa en bloque y para todo, incluso para
aquello que no afecta a su mandato y sobre lo que existe una palpable división
de opiniones entre sus representados.
El cogotazo dado
por el plumífero a la alcaldesa responde a la lógica de las presiones nada
disimuladas ejercidas desde ciertas instituciones para montar un constructo
capaz de sugerir la existencia de una unanimidad esplendente donde existe en
realidad una división profunda de opiniones. La AMI, que no responde a ninguna
lógica social ni tiene más consistencia que un tinglado montado desde las
adhesiones fervorosas de quienes militan en determinados estamentos cercanos al
poder autonómico, es un componente más de ese juego de espejos. No se puede dar
ninguna validez jurídica a la votación por la independencia en un ayuntamiento porque
tal cosa significaría retrotraernos a una política no solo vieja, sino caducada
de forma (esperemos) definitiva: la de la democracia orgánica. El consistorio
no puede decidir por sus administrados en nada que no se corresponda con sus
funciones estrictas. El libre albedrío sigue significando algo en este mundo,
por viejo que sea el concepto y por muchos empujones nada cariñosos que reciba
por parte de políticos y de periodistas “novedosos”.
Métanselo en la
cabeza: ni el voto de los consistorios municipales, ni el de los diputados en
un parlamento, sirve para estos casos. Únicamente vale el voto popular
cuantificado con todas las garantías en un referéndum legal, pacífico y abierto
a todos. No hay atajos hacia la independencia, en la medida en que los atajos
lesionan derechos individuales de las personas, y los derechos de las personas
son imprescriptibles y sagrados en democracia.
Es esa la razón por
la que Ada Colau y su grupo municipal han tomado la única postura plausible que
les dejaban. Se forzó una votación a todas luces improcedente y extemporánea.
Puestos en el trance de votar por prescripción reglamentaria, los disconformes
con la votación (lo estuvieran o no con el fondo del asunto), se abstuvieron.
Su postura, impecable, ha provocado el enfado de CDC, de ERC, de la CUP y del
director de contenidos de La Vanguardia.com. La situación dice más sobre las
carencias democráticas de quienes critican que de los criticados.