Alain
Supiot, titular en el
prestigioso Collège de
France de la cátedra “Estado social y mundialización”, ha plasmado en un
libro reciente (La gouvernance par les
nombres, Fayard 2015) la mutación actual perceptible en los métodos de
organización del trabajo, mediante una imagen feliz: en el imaginario del
hombre surgido de la revolución industrial, la vida estaba presidida por el
reloj; en el nuevo orden postindustrial, lo está por el computer.
Tiempo habrá para
ahondar en todas las secuelas y reseguir los diferentes meandros que se derivan
de la reflexión de Supiot. De momento basta con tomar nota de esta imagen deslumbrante.
Para los secuaces
del ingeniero Taylor, las palabras claves en la organización científica de la producción
eran control, tiempo, productividad: la fuerza de trabajo humana era una
máquina ajustable, un mecanismo susceptible de rendir más mediante la
estandarización de tareas y la simplificación de movimientos para suprimir todo
lo superfluo. En el nuevo paradigma, en cambio, la fuerza de trabajo humana es
un input que se introduce en un
programa complejo de tratamiento de la información. Taylor prefería un
trabajador que no pensara; el nuevo trabajador es, en cambio, una “máquina
inteligente”, pero no por eso el trabajo es más humano: se trata de una
inteligencia programable y puesta, en todo, al servicio de una programación que
se realiza por medios informáticos excesivamente complejos para ser abarcados
por una mente humana. Las palabras claves del nuevo trabajo son: programa, feedback (auto-realimentación del
sistema) y performance. El tiempo no
importa tanto como el objetivo: Supiot explica el caso de una red bancaria que
señaló como performance a conseguir
por sus empleados, no una determinada cifra de negocios, sino la superación de
la cifra alcanzada por las entidades de la competencia, que se iba reflejando
en tiempo real en sus pantallas.
Los accidentes de
trabajo más frecuentes en el nuevo trabajo no son los físicos, sino los
psicosociales: ansiedad, depresión, psicosis varias. Y vuelve a aparecer una
característica que ya impregnó toda la era presidida, tanto en el mundo
capitalista como en el socialismo real, por la organización de la producción
fordista-taylorista. Entonces la fábrica se convirtió en un modelo a escala del
mundo y de las relaciones humanas en general: en todos los campos de actividad
posibles había unos, los menos, que pensaban, y otros, los más, que se
limitaban a ejecutar. Ahora, en cambio, los dos grandes escalones del mando y
la obediencia ciega se diluyen, y el mundo ha pasado a concebirse como un gran
cruzamiento de bases de datos actualizadas en tiempo real, cuyo output se convierte en ley para todos: para
dirigentes y dirigidos, para individuos, grupos, corporaciones, estados e
instituciones transnacionales. Supiot señala que, incluso en la época del
liberalismo económico, se sometía el cálculo económico al imperio de la ley;
con el neoliberalismo actual, es la ley la que queda sometida al cálculo
económico.
Las cosas no tienen
por qué ir forzosamente en esa dirección, desde luego; pero ese es el nuevo
imaginario que deberán afrontar quienes se planteen el objetivo de humanizar el
trabajo y convertirlo en un instrumento de autorrealización.
Y hay algo más, que
está costando demasiado comprender en una época en la que por todas partes se
predica el “fin del trabajo”. A saber, que solo a través de una humanización
del trabajo podrá alcanzarse la humanización real y auténtica de todo el resto
de las complejas relaciones personales, sociales y políticas.
La democracia se ha
detenido a las puertas de la fábrica, dijo en cierta ocasión Norberto Bobbio. Pero las puertas de la “fábrica” (José Luis López Bulla ha propuesto la sustitución del
viejo término por el más moderno y adecuado de “ecocentro de trabajo”) habrán
de abrirse en las dos sentidos: porque existe una correspondencia oculta, un
hilo invisible pero firme, que une trabajo y vida social, “fábrica” y
parlamento, organización local de la producción y orden mundial.