Unas fotografías
aéreas servidas por la ONU vienen a mostrar que, en efecto, el templo de Baal
en Palmira fue
borrado de la faz de la Tierra por la diligencia dinamitera de Estado Islámico.
Grande hazaña. En el mismo medio descubro que Instagram borró por su parte un
pezón de la presentadora de televisión Nuria Roca.
En este último caso se ha remediado el desaguisado, y el pezón volverá a lucir en
las redes sus calidades artísticas originales.
No se preocupen
mucho por el templo de Baal, también volverá a lucir sus perfiles más
atrayentes en webs, museos y otros lugares reales o virtuales. Hace pocos años,
tuve una experiencia inverosímil en un museo de Berlín. Me encontré delante de
las murallas polícromas de Babilonia.
Atravesé lleno de unción una puerta flanqueada por altas torres de añil y
arena, y al otro lado me encontré en mitad de la joya helenística del Altar de Pérgamo.
A mí la experiencia
me resultó desagradable. Incluso para mis admiraciones y beatitudes necesito cierta
pausa, una transición más o menos adecuada que me permita entrar en situación.
Pasar de ese modo en un plis plas de Babilonia a Pérgamo me llevó a la
conclusión de que aquello no era realidad, sino pastiche; no era el mundo, sino
un cosmorama, un titilimundi.
En el Museo
Británico pueden ustedes ver los auténticos frisos del Partenón de Atenas, arrancados a escoplo de su
disposición original por Lord Elgin. Lord Elgin no era un miliciano islámico
propicio a ver profanaciones a su fe en cualquier amontonamiento de piedras; su
contribución al destrozo de las reliquias del pasado la llevó a cabo en nombre
de la conservación, de la museística, de la estética.
Todos los
argumentos son buenos cuando se trata de borrar las huellas de lo que hemos
sido. Los frailes que acompañaban a los conquistadores españoles urgieron a estos
a destruir los templos de Tenochtitlán;
no hicieron nada distinto de los actuales milicianos de EI. La mezquita de Córdoba ha sido
convertida en catedral, y por tanto desvirtuada de la fe que le dio su razón de
ser. No hay quejas al respecto, por parte de nadie; en este caso, a fin de
cuentas, las columnas y los arcos siguen en pie.
En el arte, como en
la naturaleza, nada se crea ni se destruye, sino que se transforma. Algo que en
su origen fue un fetiche, o un juguete, o un abalorio, se ofrece hoy a la
admiración del público detrás de una vitrina. A la inversa, algo que fue
alabado en su momento como el ápice de todo un modo de entender la vida, se
arrumba apenas un siglo después como un trasto sin utilidad ni valor.
En cualquier caso,
el territorio del arte extiende día a día sus fronteras. En la introducción a
su ensayo El museo imaginario, André Malraux señala esta prodigiosa mutación de
sentido: «Un crucifijo románico no era al
principio una escultura, la Madona de Cimabue no era un cuadro al principio, y
tampoco la Atenea de Fidias fue al principio una estatua.
El papel de los museos en nuestra relación con las
obras de arte es tan grande, que nos cuesta pensar que estas no existen, que no
existieron nunca, allí donde la civilización de la Europa moderna es, o fue,
desconocida; y que entre nosotros existen desde hace menos de dos siglos.»
No es ningún
consuelo, por supuesto. Con la misma inconsciencia con que se destruyen los
restos materiales de las grandes civilizaciones que nos precedieron, se
destruye también nuestro hábitat irremplazable al someter su equilibrio cada
vez más precario a presiones inauditas. La naturaleza se ve reducida a los parques
naturales de modo semejante a como la herencia cultural se arrincona en los
museos. En torno a unos y a otros, crece la desolación de la vida moderna. Algo
tan aparentemente sencillo como un desarrollo sostenible se ha convertido en un
oxímoron. En el más grande, más monstruoso y chocante oxímoron de nuestra
época.