«Nuestro error ha
sido hacer las cosas bien», ha dicho Rosa Díez en el momento de la despedida
como portavoz parlamentaria de su partido, UPyD. Y también: «Hubo gente que se
despistó y no nos vio en los últimos años.»
Mucha gente, en
efecto. Y no solo la gente. Díez ha culpado de la situación en la que se
encuentra su partido a una política de acoso y derribo de los “otros”,
de todos los otros. «Obligamos a los demás a mirarse en el espejo y verse feos»,
ha declarado. La envidia, entonces, se ha cobrado su venganza y ha arrancado de
cuajo la prístina belleza de UPyD. Con la complicidad de los medios, claro
está. Los medios vienen a ser en la política como los árbitros en el fútbol: cargan
con todas las culpas, son ellos siempre los que echan a perder tantos
planteamientos perfectos en choques que había que ganar sí o sí.
Mirando a los sucesos actuales de Cataluña, ha dicho Díez
que la actual agresión de los “golpistas” a todos los demócratas no habría
ocurrido, de habérsele hecho caso a ella. Es cierto, hace ya algún tiempo que
preconizó la ocupación militar del territorio y la suspensión de la autonomía.
La última comparecencia de la ex lideresa de
un partido ya extraparlamentario deja un regusto amargo. Ni un átomo de
autocrítica, ni una migaja de humildad. Solo el orgullo de haber tenido tanta
razón. Tanta razón, matizo, como ella creía tener (en la percepción de otros no era, ni mucho menos, "tanta").
Querer tener razón a toda costa no es un gran bagaje,
en política. Conviene contrastar en todo momento las propias convicciones,
siempre justas al modo de ver de quien las mantiene, siempre inobjetables, con el eco que generan en la gente a la
que se está pidiendo el voto.
La “gente” no pretende llevar toda la razón
en cada pleito que se le pone por delante; pero no se deja convencer con
facilidad por los picos de oro. La “gente” se equivoca al votar, claro que sí; no
hace falta traer a colación ejemplos de líderes desastrosos aupados al poder
por las urnas.
En todo caso, para acumular votos hacen falta,
no buenas razones, sino motivos poderosos de identificación. Y al líder que
yerra no se le tienen en cuenta sus errores, si la identificación se mantiene.
Cada elector tiene conciencia de que él mismo no es infalible, y por esa razón
está predispuesto a aceptar que su elegido tampoco lo sea. No lo elige porque
sepa más, lo elige porque lo siente más próximo.
Por todo lo cual, concluyo – y esta es una reflexión
de orden general, no limitada en exclusiva al caso de Rosa Díez – que, cuando
desde una formación se advierte un despego persistente del electorado, conviene, más que una
reafirmación en las razones de peso que han sustentado la línea política seguida
y ratificada por las asambleas congresuales y los órganos regulares de gobierno, abordar desde el colectivo una línea clara de rectificación, antes de que sea
demasiado tarde. Que, al sentirse en una posición insegura, esa formación busque
asentarse colocándose uno o dos pasos al frente de la opinión de las gentes
sencillas. A no muchos metros de distancia, para no hacer difícil el enganche.