El Eco es Umberto,
naturalmente. Pero es también el eco que alcanzó su obra más conocida y
difundida, posiblemente debido a un malentendido. Umberto era un semiólogo, un
gran erudito sobre todas esas cosas que no tienen ni sustancia definida ni
utilidad clara, y que amontonamos en un cajón rotulado con la palabra “Cultura”.
“Alta cultura”, para precisarlo más y diferenciarlo de lo que se viene en llamar
“cultura de masas”, sobre la cual Umberto fue asimismo un experto
extraordinariamente competente. Umberto ejerció además de filósofo, si no se es
demasiado estricto al respecto y se dan de sí una miaja las costuras rígidas del
término. Digámoslo de una vez, clasificar en su casilla correspondiente a
Umberto es difícil, en cualquiera de las casillas posibles es necesario
ensanchar un tantico la horma para darle cabida con comodidad.
Por ese camino
aproximado, un día se convirtió también en narrador de ficción literaria. “El
nombre de la rosa” fue su primer intento. Lo abordó como una diversión
personal, con una intención experimental y especulativa. Lo ha explicado más o
menos, en sus “Apostillas”. Se trataba de imaginar una época histórica de
transición, en la que se entrecruzaran vectores históricos y culturales de todo
tipo; de concebir un lugar remoto, una abadía para el caso, en donde entraran
en trayectoria de colisión las distintas ambiciones y contradicciones generadas
por la época; y coronar ese vasto conjunto con una biblioteca-cifra del mundo,
guardiana de todos los saberes canónicos y heréticos, visibles y herméticos.
A partir de esos
ingredientes, la historia debía escribirse por sí sola, aunque con la
introducción de dos refinamientos más. El primero, el género literario. Tenía que
tratarse de una historia de crímenes, de una encuesta criminal. Y no por
capricho, sino por la buena razón de que el detective que contempla el desorden
concreto del mundo a partir de un suceso – un crimen – de consecuencias
irreversibles, se hace la misma pregunta del teólogo: ¿quién es el autor? ¿Qué
significado tiene el Mal en el orden del mundo? La indagación o pesquisa
consiguiente descubre la existencia de un orden oculto, negado por las
apariencias, que transcurre paralelo al orden aparente. Y si entre ambos
órdenes o cursos evenemenciales se ha producido un choque incidental, ha sido
porque se ha establecido una incompatibilidad puntual insalvable.
El segundo
refinamiento utilizado por Umberto tiene que ver con el narrador de la historia.
La pareja Baskerville / Adso de Melk funciona igual que el binomio clásico Holmes
/ Watson. Uno analiza y comprende, y el otro escribe pero no comprende. La
revelación de lo sucedido solo le puede llegar a Adso, que es quien nos lo
cuenta, a través de las explicaciones de fray Guillermo, a las que no tenemos un
acceso directo sino mediado. De esta forma el lector participa, a lo largo de
todo el largo proceso de investigación, no de la sabiduría de Baskerville, sino
de la ignorancia de Adso; y la solución final del enigma aparece como una sorpresa
imprevista y no como la culminación de un proceso lógico. Ocurre como cuando el
mago saca una paloma de su chistera.
Hubo un percance inesperado
en este esquema tan bien trabado y organizado, y es que la novela se convirtió
en un éxito de ventas, en un best-seller. Por alguna razón, todo aquel
conglomerado de tensiones entre el papado y el imperio, de enfrentamientos
entre fraticelli vagamente heréticos y dominicos celosos guardianes del dogma
revisado por la escolástica, de residuos de paganidad y libros prohibidos,
prendió en una generación de lectores posmodernos que se entusiasmaron con la
idea de un saber guardado por la estructura en laberinto de una biblioteca, y de
una historia concebida como un laberinto superpuesto al anterior y que lo
englobaba.
Umberto volvió a la
narrativa en varias ocasiones, siempre desde la misma premisa: crear laberintos
y juegos de espejos, iluminar lateralmente épocas oscuras de la historia de la
cultura, convocar arquetipos más que personajes, y dejar que las historias se
escribieran por sí solas. En todos los casos el trompeteo propagandístico
editorial nos vendió sus experimentos como otras tantas obras maestras. Nunca
fue así. No es tampoco una obra maestra “El nombre de la rosa”, pero la fórmula
utilizada validó el invento, cosa que no ha ocurrido ni con “El péndulo de
Foucault”, ni con “La isla del día de antes”, ni con “Baudolino”, por no citar
fracasos narrativos aún más patentes.
Pero ahí quedó eso.
El eco del nombre de la rosa llegará tal vez más lejos que el eco del propio
Eco en la historia de la cultura. Por el eficaz reposo de Umberto en brazos de
la eternidad, quiero creer que no será así.