jueves, 25 de febrero de 2016

EL ECO DEL NOMBRE DE LA ROSA


El Eco es Umberto, naturalmente. Pero es también el eco que alcanzó su obra más conocida y difundida, posiblemente debido a un malentendido. Umberto era un semiólogo, un gran erudito sobre todas esas cosas que no tienen ni sustancia definida ni utilidad clara, y que amontonamos en un cajón rotulado con la palabra “Cultura”. “Alta cultura”, para precisarlo más y diferenciarlo de lo que se viene en llamar “cultura de masas”, sobre la cual Umberto fue asimismo un experto extraordinariamente competente. Umberto ejerció además de filósofo, si no se es demasiado estricto al respecto y se dan de sí una miaja las costuras rígidas del término. Digámoslo de una vez, clasificar en su casilla correspondiente a Umberto es difícil, en cualquiera de las casillas posibles es necesario ensanchar un tantico la horma para darle cabida con comodidad.
Por ese camino aproximado, un día se convirtió también en narrador de ficción literaria. “El nombre de la rosa” fue su primer intento. Lo abordó como una diversión personal, con una intención experimental y especulativa. Lo ha explicado más o menos, en sus “Apostillas”. Se trataba de imaginar una época histórica de transición, en la que se entrecruzaran vectores históricos y culturales de todo tipo; de concebir un lugar remoto, una abadía para el caso, en donde entraran en trayectoria de colisión las distintas ambiciones y contradicciones generadas por la época; y coronar ese vasto conjunto con una biblioteca-cifra del mundo, guardiana de todos los saberes canónicos y heréticos, visibles y herméticos.
A partir de esos ingredientes, la historia debía escribirse por sí sola, aunque con la introducción de dos refinamientos más. El primero, el género literario. Tenía que tratarse de una historia de crímenes, de una encuesta criminal. Y no por capricho, sino por la buena razón de que el detective que contempla el desorden concreto del mundo a partir de un suceso – un crimen – de consecuencias irreversibles, se hace la misma pregunta del teólogo: ¿quién es el autor? ¿Qué significado tiene el Mal en el orden del mundo? La indagación o pesquisa consiguiente descubre la existencia de un orden oculto, negado por las apariencias, que transcurre paralelo al orden aparente. Y si entre ambos órdenes o cursos evenemenciales se ha producido un choque incidental, ha sido porque se ha establecido una incompatibilidad puntual insalvable.
El segundo refinamiento utilizado por Umberto tiene que ver con el narrador de la historia. La pareja Baskerville / Adso de Melk funciona igual que el binomio clásico Holmes / Watson. Uno analiza y comprende, y el otro escribe pero no comprende. La revelación de lo sucedido solo le puede llegar a Adso, que es quien nos lo cuenta, a través de las explicaciones de fray Guillermo, a las que no tenemos un acceso directo sino mediado. De esta forma el lector participa, a lo largo de todo el largo proceso de investigación, no de la sabiduría de Baskerville, sino de la ignorancia de Adso; y la solución final del enigma aparece como una sorpresa imprevista y no como la culminación de un proceso lógico. Ocurre como cuando el mago saca una paloma de su chistera.
Hubo un percance inesperado en este esquema tan bien trabado y organizado, y es que la novela se convirtió en un éxito de ventas, en un best-seller. Por alguna razón, todo aquel conglomerado de tensiones entre el papado y el imperio, de enfrentamientos entre fraticelli vagamente heréticos y dominicos celosos guardianes del dogma revisado por la escolástica, de residuos de paganidad y libros prohibidos, prendió en una generación de lectores posmodernos que se entusiasmaron con la idea de un saber guardado por la estructura en laberinto de una biblioteca, y de una historia concebida como un laberinto superpuesto al anterior y que lo englobaba.
Umberto volvió a la narrativa en varias ocasiones, siempre desde la misma premisa: crear laberintos y juegos de espejos, iluminar lateralmente épocas oscuras de la historia de la cultura, convocar arquetipos más que personajes, y dejar que las historias se escribieran por sí solas. En todos los casos el trompeteo propagandístico editorial nos vendió sus experimentos como otras tantas obras maestras. Nunca fue así. No es tampoco una obra maestra “El nombre de la rosa”, pero la fórmula utilizada validó el invento, cosa que no ha ocurrido ni con “El péndulo de Foucault”, ni con “La isla del día de antes”, ni con “Baudolino”, por no citar fracasos narrativos aún más patentes.
Pero ahí quedó eso. El eco del nombre de la rosa llegará tal vez más lejos que el eco del propio Eco en la historia de la cultura. Por el eficaz reposo de Umberto en brazos de la eternidad, quiero creer que no será así.