Me encontré ayer en
la situación incómoda de quien está viendo una película que no le interesa. La
culpa era seguramente mía, y no de la película, que ha recogido en general
críticas lo bastante buenas para animarme a comprar una entrada. Por la pantalla
admirablemente coloreada paseaban su indolencia dos zánganos dedicados a sumergirse
en aguas benéficas y recibir masajes en un balneario suizo de altísimo
standing. Uno de ellos era compositor y director de orquesta, el otro un
respetado director de cine. También concurrían en el mismo lugar un actor
famoso preparándose para interpretar a Hitler, un antiguo astro del fútbol
pasado de kilos, y Miss Universo. Podían componer, entre el escenario y las
figuras, una metáfora acabada de la clase ociosa, pero no era así; lo que
intentaban componer era una metáfora de la vida.
Las frustraciones
de la vida sentimental y emotiva de unos personajes rodeados por el aura del
éxito y de la fama, se perdían a lo largo de la trama en un vacío desolado. (Ninguna
culpa tienen en ello las interpretaciones; los actores son magníficos, todos.) El
balneario, las montañas, eran la torre de marfil en la que se aislaban de la
multitud, para tomar fuerzas o sin ningún objeto preciso, solo el de pasar sus
vacaciones. El leitmotiv argumental era más o menos (en arte no se inventa
nada) el mismo que definió Rimbaud con los versos siguientes: Oisive jeunesse / à jamais perdue. / Par
délicatesse / j’ai perdu ma vie.
Hay un regusto
felliniano en escenas de carácter simbólico (el director interpelado por las
heroínas de sus películas), pero la fantasía de Fellini no se amoldó nunca al
escapismo, creo. La metáfora quizá definitiva de la película que comento aparece
cuando el músico se pone a “dirigir” en medio de un prado la recóndita armonía
del tintineo de las esquilas y de los mugidos de las vacas. La secuencia patina
en una grandilocuencia kitsch del gesto que bordea el ridículo, pero el mensaje
que nos propina el director no es el del absurdo, sino el de la recomposición
de un sentido de la armonía de lo real situado más allá de nuestra comprensión,
y solo al alcance de la de algunos privilegiados.
A lo largo de casi
todo el metraje mantuve un respeto al director de orquesta por su negativa
repetida a actuar delante de la Queen, por motivos personales y respetables.
Incluso ese pequeño consuelo me fue arrebatado al final. Abandoné la sala con
la misma sensación de pérdida del tiempo de que adolecían los protagonistas.