domingo, 7 de febrero de 2016

METÁFORAS DE LA VIDA


Me encontré ayer en la situación incómoda de quien está viendo una película que no le interesa. La culpa era seguramente mía, y no de la película, que ha recogido en general críticas lo bastante buenas para animarme a comprar una entrada. Por la pantalla admirablemente coloreada paseaban su indolencia dos zánganos dedicados a sumergirse en aguas benéficas y recibir masajes en un balneario suizo de altísimo standing. Uno de ellos era compositor y director de orquesta, el otro un respetado director de cine. También concurrían en el mismo lugar un actor famoso preparándose para interpretar a Hitler, un antiguo astro del fútbol pasado de kilos, y Miss Universo. Podían componer, entre el escenario y las figuras, una metáfora acabada de la clase ociosa, pero no era así; lo que intentaban componer era una metáfora de la vida.
Las frustraciones de la vida sentimental y emotiva de unos personajes rodeados por el aura del éxito y de la fama, se perdían a lo largo de la trama en un vacío desolado. (Ninguna culpa tienen en ello las interpretaciones; los actores son magníficos, todos.) El balneario, las montañas, eran la torre de marfil en la que se aislaban de la multitud, para tomar fuerzas o sin ningún objeto preciso, solo el de pasar sus vacaciones. El leitmotiv argumental era más o menos (en arte no se inventa nada) el mismo que definió Rimbaud con los versos siguientes: Oisive jeunesse / à jamais perdue. / Par délicatesse / j’ai perdu ma vie.
Hay un regusto felliniano en escenas de carácter simbólico (el director interpelado por las heroínas de sus películas), pero la fantasía de Fellini no se amoldó nunca al escapismo, creo. La metáfora quizá definitiva de la película que comento aparece cuando el músico se pone a “dirigir” en medio de un prado la recóndita armonía del tintineo de las esquilas y de los mugidos de las vacas. La secuencia patina en una grandilocuencia kitsch del gesto que bordea el ridículo, pero el mensaje que nos propina el director no es el del absurdo, sino el de la recomposición de un sentido de la armonía de lo real situado más allá de nuestra comprensión, y solo al alcance de la de algunos privilegiados.
A lo largo de casi todo el metraje mantuve un respeto al director de orquesta por su negativa repetida a actuar delante de la Queen, por motivos personales y respetables. Incluso ese pequeño consuelo me fue arrebatado al final. Abandoné la sala con la misma sensación de pérdida del tiempo de que adolecían los protagonistas.