Almas caritativas
que nunca faltan en estos trances se han preocupado de apuntar por lo bajini a
los estados mayores de los partidos políticos demediadamente mayoritarios una
solución viable al sudoku de la investidura. El invento está avalado por
algunas de las más conspicuas cabezas pensantes del establecimiento, y su
muñidor parece ser José Luis Corcuera, que fíjense ustedes si no tiene
historial como fontanero y como muñidor.
La solución apuntada
parte de los siguientes datos: el PP no quiere pactar en ningún caso con
Podemos, Ciudadanos no quiere pactar en ningún caso con Podemos, y aunque algún
elemento del PSOE, fugazmente agraciado con la secretaría general, sí estaría
dispuesto a pactar con Podemos en según qué condiciones y circunstancias, el
núcleo duro de galápagos de Ferraz y del Sur peninsular sabrá disuadirle cautelarmente
de cometer tal disparate. Esa conjunción estelar de voluntades – que sigue con
todo rigor el primer principio inquebrantable del politiqueo, es decir el
comistrajo en comandita, sin hacer puñetero caso de los mandatos del voto
popular – dibuja un panorama despejado para el encaje, siempre trabajoso, de
una distribución proporcionada de cargos institucionales entre las tres fuerzas
unidas por el aborrecimiento a Podemos. Es decir, está en vías de arreglo el
problema del quién. El problema del qué es secundario, siempre podrá apañarse
con algunos cambios menores de orden cosmético.
Pero el problema
del quién incluye en esta coyuntura concreta dos líneas rojas que no es posible
soslayar. O dicho de otro modo, dos chinas en el zapato. O dos forúnculos en el
culo, según la metáfora preferida por cada cual.
La primera línea
roja es la infanta Cristina. A pesar de todos los pesares, no da su brazo
a torcer y no renuncia a sus derechos a la corona, cuando todo el mundo es
consciente de que si se abre por fin – y no parece que vaya a haber otro
remedio – el melón constitucional, el tema de la monarquía va a resultar
vidrioso. Y si se clasifica como inadmisible la aceptación de un referéndum,
bien sea decisorio o consultivo, sobre Cataluña, a nadie se le escapa que un eventual
referéndum sobre la monarquía puede llevar a consecuencias todavía más
desastrosas para la España una e inmortal. De poco sirve entonces que el
anterior monarca haya accedido a dar un discreto paso a un lado, si no hace lo
mismo la infanta salpicada en pleitos a pesar de los esfuerzos tan desesperados
como desestabilizadores de los fiscales de turno por echarle un capote.
La segunda línea roja
es Mariano Rajoy. En el quién es quién del sudoku, su nombre no cuenta para
nada. Su imagen es deplorable; su capacidad para meter la pata en apariciones
públicas, catastrófica; está implicado hasta el cuello (probablemente, hasta más
arriba incluso) en los casos de corrupción de su partido. Cada movimiento suyo
provoca más destrozos que los de un elefante en una cacharrería. Pero aún está
convencido de tener a su lado a la mayoría silenciosa, sea esta lo que fuere.
Y quiere seguir.
Comprometiendo al rey para que no le designe candidato ahora que no le viene
bien. Sabedor de que ni Sánchez, ni Rivera, ni un pelotón voluminoso de
notables de su propio entorno, moverán un dedo para apoyar su reelección.
Consciente de todo ello y de la correlación de fuerzas adversa, amaga con una
repetición de las elecciones desde la confianza de que sondeos benévolos otorgan
al PP un repunte de un dos por ciento más o menos, y desde la convicción de que
el país entero está boquiabierto por la bonanza de las cifras macroeconómicas
de la EPA.
Como Cristina y
Mariano sigan en sus trece, se le pueden acabar cayendo a Corcuera los palos
del sombrajo consociativo. Quien avisa no es traidor, como gustaba de advertir el
llorado Manolo Vázquez Montalbán.