Al margen de que la
búsqueda de pactos de gobierno o, como mal menor, de investidura, esté
resultando prolija y fatigosa, todas estas negociaciones se resienten de un
pecado original: a partir de unas conversaciones en el vértice, solo se pueden
generar proyectos verticistas. Pedro Sánchez
debería tomar nota de que será necesario ir más allá de un acuerdo con Pablo Iglesias, Albert Rivera y Soraya Santamaría u otra persona por designar aún en
representación del PP (descarto de entrada a Mariano
Rajoy, al que considero irrecuperable para cualquier proyecto de futuro).
Sánchez es muy
consciente, con toda seguridad, del conglomerado de fuerzas, vectores e
intereses difícilmente conjugables que conviven en el PSOE,
pero puede caer en el error de pensar que no ocurre lo mismo en el territorio de
sus interlocutores, y dar por sentado que cuando digan Sí, lo estarán diciendo
también todas las fuerzas heterogéneas que se agrupan en torno a ellos. Puede
ser cierto en el caso de Rivera, porque Ciudadanos
sigue siendo aún una organización política de diseño, fabricada desde arriba y
sin arraigo real en la sociedad. En el caso del Partido
Popular, podrá contar con el factor de la disciplina interna, un reflejo
condicionado que ha funcionado de forma fiable en anteriores ocasiones y tal
vez (solo tal vez) lo siga haciendo en la actual coyuntura. Pero detrás de la
fachada de Pablo Iglesias con su peculiar narcisismo mediático personal, Sánchez
habrá de hurgar para tomar en cuenta necesariamente la pluralidad que impregna la
idea de Podemos, y más allá, de los En Comú, los Compromís
y las Mareas, con todos los componentes heterogéneos
(grupos políticos menores, alternativas municipalistas, movimientos sociales) de
todas esas distintas síntesis o resultantes parciales. Unificar ese
conglomerado en un solo grupo parlamentario es en sí una mala idea; no atender en
las negociaciones a la diversidad de origen y de proyecto de todo ese gran bloque
de activos políticos, es abocarse al fracaso. Sánchez tiene un ejemplo del que
aprender, la odisea vivida por Junts pel Sí
con la CUP en Cataluña: tal fue el resultado
de dar por supuesto que todos querían lo mismo en todo, por la sola razón de que
querían lo mismo en una cuestión.
Hay dos formas de
elaborar un proyecto de país: se puede buscar una síntesis difícil, o se puede
partir de una abstracción simplificadora. Es muchísimo más habitual seguir el
segundo camino, que el primero. Nos lo ha dicho Paul
Krugman en referencia a la economía (pero apenas si extrapolamos al
trasladar su afirmación al país en su conjunto, porque la economía es hoy más que
nunca el ingrediente esencial de un país): «La economía convencional opera en
base a “modelizar” no una realidad, sino una opción ideológica y virtual de la
realidad.»
Cuando se habla de
España, por lo general se está abstrayendo la realidad directamente observable.
La unidad de España se sigue considerando algo fundamental, intocable. Pero si
se examina de cerca, apenas si aparece: lo constatable es la diversidad y en
muchos casos la confrontación, y esa realidad se desconoce y se intenta negar
en aras de una unidad puramente ideológica. En concreto: de la unidad de
destino en lo universal, una idea joseantoniana que sigue agazapada en la
concepción que utilizan para hablar de España tanto nuestras derechas como también
nuestras izquierdas, por sorprendente que esto último pueda parecer.
Volvamos a la
historia económica de la mano de Carlos Arenas Posadas,
a quien debo también la anterior cita de Krugman. Dice el maestro sevillano en la
presentación de su magna obra recién aparecida: «Uno tiene la sensación,
leyendo libros y manuales de historia económica, de que, cuando se intitula “España”,
unas veces apenas se rebasa la dimensión de una región, de una ciudad o de una
porción de kilómetros a la redonda; y otras veces, que se habla de un
aglomerado inconexo de realidades económicas y sociales diferentes. España es un país para el que no valen los promedios.» (Poder, economía y sociedad en el Sur,
Centro de Estudios Andaluces, 2015. P. 16).
En el proyecto de
un país y de una economía "para los que no valen los promedios", concebido a partir de una síntesis integradora de fuerzas y
realidades muy diversas, habrá de tenerse en cuenta el encaje adecuado de las
diversas partes en el todo. Pero esa operación difícil exigirá además un margen
adecuado de flexibilidad ante la certeza de que el tiempo seguirá pasando, y
con él cambiarán las correlaciones de fuerza y las posiciones relativas de las
distintas partes (geográficas, económicas) consideradas inicialmente. El
proyecto inicial habrá de ser “abierto” en el sentido de tener en cuenta las
eventuales modificaciones, potencialmente numerosas y profundas, que necesariamente
se producirán a lo largo del trayecto futuro.
Y si eso ocurre en
el nivel estrictamente interno, intraestatal, lo mismo ha de postularse en lo
que se refiere a las relaciones exteriores y a la posición que España (esa
incógnita) ocupará o dejará de ocupar, por méritos propios, en lo que
convencionalmente se viene en llamar el concierto de las naciones.